El insulto como una de las bellas artes por Osvaldo Reyes

Hace unos meses visité una tienda de ropa de segunda. Entre una camiseta manga larga con rayas rojas y blancas y una cervadora a cuadros encontré un viejo saco de color negro que llamó mi atención. No sé si fue el pequeño agujero de un centímetro de ancho en la solapa izquierda o las manchas de sangre en el bolsillo interno, pero la curiosidad me venció y, cuando el dependiente, un pequeño hombre delgado con cabellos y ojos del mismo color del saco, se dio la vuelta para atender a otro cliente, metí la mano en el bolsillo para ver que descubría. En su interior la nota que transcribo a continuación. Era un discurso o, por lo menos, eso me pareció. No decía la fecha del evento o quiénes serían los receptores de estas palabras, pero en una esquina una heráldica adornaba el papel ostentando las palabras “Divina enim contumeliam facis”. Creo que es mi deber hacerles saber lo que decía la mencionada alocución. Ya dependerá de ustedes decidir qué hacer al terminar su lectura, sabiendo que personas como el autor de la nota deambulan a la par de nosotros, escondidos en las sombras.

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Si usted es aficionado a la literatura negra y alguien le preguntara los nombres de detectives ficticios, de seguro varios vendrían a su mente. Mis recuerdos más tempranos son los de Sherlock Holmes, de Poirot y, en la pantalla chica, del patólogo forense Quincy y del detective de homicidios Columbo, interpretado por Peter Falk. Hay otros, por supuesto, pero esos son los que quedaron impresos en mis huellas mnémicas. En cuanto a la serie de Columbo, con su formato inverso estilo gong’an, donde se sabía quién era el responsable del crimen desde el inicio, el introvertido y desgarbado detective era inconfundible, no solo por su apariencia sino por sus diálogos. La siempre presente (y nunca vista) señora Columbo y su icónica frase “Una cosa más”, preámbulo de la estocada final, formaban parte de la esencia del programa que disfruté por varios años.

En un capítulo, no recuerdo cuál, Columbo se enfrenta a un asesino. Al revelarse su identidad, el detective no puede evitar decirle lo que piensa de él. Se acomoda su vieja gabardina, lo mira a los ojos y le dice: “Usted no vale su peso en basura”. La frase quedó grabada en mi mente por lo franco y directo de la expresión, en una época donde todavía no captaba las sutilezas del lenguaje y lo versátil que podía ser al momento de transmitir desprecio por un semejante.

La Real Academia define insultar como “ofender a alguien provocándolo e irritándolo con palabras o acciones”. Una concepción global que puede ser explorada de diversas maneras. Es como tener un frasco lleno de pintura. Puede usar una brocha gorda y colorear una pared o tomar un pincel y hacer una obra de arte. La materia prima es la misma. La diferencia radica en la habilidad del artista.

Las palabras son piezas que pueden usarse de muchas formas. Con ellas podemos hacer la lista del mercado, redactar una nota o escribir una novela, pero cuando nuestro orgullo propio se ve injuriado por un semejante, son las balas con las que podemos contraatacar.

El ensayista británico Thomas De Quincey, conocido por su obra “Del asesinato considerado como una de las bellas artes” y de la cual saco inspiración para presentarme en frente de tan magna audiencia, nos presenta el supuesto manuscrito de una conferencia presentada ante el pleno de la Sociedad de Conocedores del Asesinato, ubicada en Londres. El autor trata de disimular su origen, haciéndole creer al lector que la sociedad es ficticia, pero ustedes y yo sabemos la verdad. Removiendo ese burdo intento de engaño, es un interesante texto elogiando el buen asesinato y las maneras correctas de ejecutarlo, sin caer en vulgaridades o errores propios de principiantes. Ahora, si quitarle la vida a un ser humano puede interpretarse dentro de un marco artístico, ¿por qué no al insulto? El propósito de ambos es lastimar a un semejante. Cierto que, cuando hablamos del asesinato, la víctima muchas veces deja la vida en la ejecución del acto, pero no siempre es el caso (como dice De Quincey, el intento de homicidio también puede tener sus méritos). Por otro lado, un insulto bien dirigido puede ser tan mortal como una bala, no en términos biológicos, sino en sociales o económicos, una zona muy gris que no puede ser desestimada.

Antes de proseguir debo hacer una aclaración. Cuando hablo del insulto no lo hago desde el podio del abusador, ese bravucón que desea avasallar a otra persona por sentirse superior. Esos individuos no enarbolan las palabras como pinceles, sino como hachas. Buscan hacer daño por el simple placer del acto, por considerarse privilegiados y con derecho a operar de esa manera. Estos personajes, desperdicios de buen material genético que podría ser usado en algo más útil, como un hongo o varias abejas, no valen nuestro tiempo y no les dedicaré sino lo que se merecen, el ser ignorados de manera sumaria. Cualquier persona, con conocimientos básicos del idioma español, puede decir “idiota”, “imbécil” o “ignorante”, sin saber que significan estas palabras en realidad, pero con la seguridad de que sirven para denigrar al receptor de las mismas. Versiones adultas de la discusión entre dos niños en un parque infantil, cuando están lejos del oído de un adulto responsable que los corrija, y que puede progresar del mero cruce de palabras a la violencia física, si la discusión se torna más acalorada. Como dije, ellos no me interesan. Mis palabras se enfocan en el insulto como una respuesta legítima y elegante a un agravio, real o percibido. El equivalente al duelo en una época donde la honra mancillada debía ser defendida.

A veces se tenía la razón, a veces no, pero la belleza radicaba en los movimientos de los duelistas.

Esta habilidad se evidencia de muchas maneras. En las páginas de los libros los escritores tienen la opción de insultar a personas que los han ofendido, incluso sin haberlos conocido en persona, convirtiéndolos en los personajes de sus historias. El poeta italiano Dante Alighieri llenó el Infierno de su Divina Comedia no solo con figuras históricas, sino con varios rivales y enemigos declarados. Sin embargo, en la mayoría de los casos, el autor se reserva la identidad de los injuriados, so pena de una demanda bien puesta. El escritor sabe la verdad y eso es suficiente.

En otras ocasiones, insultar desde las sombras no cumple las expectativas, requiriendo un abordaje más directo.

William Shakespeare, un escritor que maneja el asesinato como el mejor de los novelistas modernos, en una de sus primeras obras, titulada “Los caballeros de Verona”, nos muestra a dos hidalgos, Valentín y Proteo, en una aventura amorosa en Milán. Uno de los personajes secundarios es Lanza, el criado de Proteo, quien describe los “defectos” de la mujer que ama. En una nota escribe “Tiene más cabellos que talento, y más defectos que cabellos”. Para ser un simple ayudante, Lanza maneja el insulto, aun hablando de una persona que ama, como el mejor de los dramaturgos.

Truman Capote, mente sagaz que armó la historia detrás del asesinato de la familia Clutter en “A sangre fría”, un clásico del género del true detective, por motivos que solo él conocía, arremetió contra Jack Kerouac, autor de “Y los hipopótamos fueron hervidos en sus tanques”, donde describe el asesinato de David Kammerer a manos de su amigo de la universidad, Lucien Carr. Capote, haciendo referencia a su prosa, dice: “Eso no es escribir, es mecanografiar”. Si alguno de los presentes tiene espíritu de escritor debe haber sentido la hoja de ese puñal enterrarse en la espalda de Kerouac.

Wilbur Crane, escritor, actor y guionista norteamericano, dedicó muchos años de su vida al género del misterio. Su mano estuvo involucrada en el clásico “La Casa de Cera” (House of Wax – 1953), con Vincent Price en el papel estelar de un escultor que empieza a asesinar personas y a convertirlos en estatuas de cera en su museo. Veinte años antes llevó a Broadway “Halfway to Hell” (Medio camino al infierno). Al momento de su estreno, el crítico Brooks Atkinson aprovechó el título para hacer saberle su opinión: “Cuando el señor Wilbur llamó a su obra ‘Medio camino al infierno´, creo que subestimó la distancia”.

El padre de la literatura norteamericana, Mark Twain (al menos según la opinión de Faulkner) y a quien no consideramos un escritor del género negro, pero de cuya mano salió “Tom Sawyer, Detective”, no parecía tolerar a la novelista inglesa Jane Austen. Puede ser un ejemplo de las rivalidades propias entre escritores de lados contrarios del Atlántico, honorable tradición perpetuada por Raymond Chandler y Agatha Christie. El creador de Huckleberry Finn dijo, en relación a una de las obras insignes de Austen, “Orgullo y prejuicio”, y tal vez aprovechando que la escritora ya estaba muerta: “Cada vez que leo Orgullo y Prejuicio me entran ganas de desenterrarla y golpearle en el cráneo con su propia tibia”.

Uno de los grandes poetas y escritores del siglo XIX es, sin duda, el irlandés Oscar Wilde. Su pluma trajo a la vida historias góticas (El fantasma de Canterville y El retrato de Dorian Grey), así como cuentos de crimen y misterio (El crimen de Lord Arthur Savile) que atravesaron la barrera del tiempo y siguen siendo fuente de placer para miles de lectores en todo el mundo. Su genio, por lo tanto, no podía ser ajeno al sutil arte del insulto, disciplina que tuvo que afinar por años, siendo el blanco de burlas similares por sus preferencias sexuales y personalidad, al punto que las aplicaba a su propia persona al decir “No tenía enemigos, pero era considerado intensamente desagradable por sus amigos”. En una ocasión, refiriéndose al poeta Alexander Pope, el segundo escritor más citado del idioma inglés, después de William Shakespeare, dijo: “Hay dos formas de detestar la poesía; una es odiando la poesía. La otra es leyendo a Pope”.  Wilde no escatimaba insultos, disfrazados de elogios, sabiendo que muchos no los captarían por lo que eran, sentimiento que reflejaba en sus escritos. En una de sus obras teatrales más conocidas “La importancia de llamarse Ernesto” y la última que escenificó antes de ser condenado a dos años de trabajos forzados en la prisión de Pentonville por conducta indecente, Gwendolen Fairfax le dice al personaje de Jack Worthing: “La simplicidad de tu personalidad te convierte en alguien exquisitamente incomprensible para mí”.

Otro escritor que no se queda atrás en su habilidad de elogiar y, a la vez, criticar, era Roberto Bolaño. Entre sus obras destacan varias de corte negro, como “La pista de hielo” y “Los detectives salvajes”. En una entrevista, el escritor chileno se refiere a su coterráneo Pablo Neruda, cuyo pseudónimo, según algunos historiadores, puede surgir como reconocimiento a la violinista Wilma Neruda, nombre que aparece en “Un estudio en escarlata” de Sir Arthur Conan Doyle. Bolaño se refiere a Neruda con estas palabras: “Un gran poeta americano. Muy equivocado, por otra parte, claro, como casi todos los poetas. No era el sucesor de Whitman, en muchos de sus poemas, en la estructura de esos poemas, sólo podemos ver ahora a un plagiario de Whitman. Pero la literatura es así, es una selva un poco pesadillesca en donde la gran mayoría, la inmensa mayoría de escritores son plagiarios”.

Son solo algunos de los muchos ejemplos que existen del insulto utilizado como un arma elegante de boca o mano de reconocidos escritores. Estas pullas literarias iban dirigidas a compañeros de letras, sin tener que recurrir a palabras soeces para hacérselas sentir. El común de los mortales recibe la versión sosa de estos embates. El insulto, como una forma de las bellas artes, es practicado por muy pocos, pero en ocasiones alcanzamos vislumbrar sus destellos lingüísticos y, si olvidamos lo políticamente correcto por un instante, podemos disfrutarlos en su justa medida.

Por supuesto, es diferente cuando uno es el blanco y peor cuando no es posible defenderse. El crítico y escritor Samuel Johnson le respondió a un aspirante a escritor de la siguiente manera: “Su manuscrito es en parte bueno y en parte original. Lo malo es que la parte buena no es original y la parte original no es buena”. Los escritores consagrados, por su parte, tienen la potestad de defenderse y lo pueden hacer de dos maneras. Sacando su pluma cual espada y blandiéndola sobre el papel, dejando que la tinta haga su trabajo o callándole la boca al atacante mediante el fruto de sus mentes creadoras, plasmadas en novelas, cuentos o poemas. Quizás sea menos satisfactorio a corto plazo, pero a largo plazo es como nacen las leyendas.

©Artículo, Osvaldo Reyes, 2020.

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