El dron

ANA CEPEDA ÉTKINA|Madrid

 

Era una morena potente, de esas que cuando analizas sus curvas piensas en que te perderías dentro de ellas olvidando por completo la razón. De esas mujeres intensas que parecen dejar huella en cuanto devuelven la mirada, o al menos eso era lo que me parecía a mí cada vez que pasaba por su lado.
Tenía la manía de salir a trabajar al jardín en pantalón corto, muy corto, incluso en invierno, y lo hacía para que sus piernas pasaran un poco de frío y se tonificaran los muslos. Sobrepasaba los 30 con creces y se cuidaba mucho. Así lo comprobé al verla correr por el campo que rodeaba nuestras fincas. Hacía abdominales, flexiones y todo tipo de ejercicios para mantenerse en forma. Era muy activa, sonreía constantemente y nunca la vi con el ceño fruncido ni el gesto hosco. Lo único que me extrañaba era no verla salir a trabajar, pues apenas faltaba en su domicilio. Deduje por tanto, que lo haría desde casa. Era una villa costosa y no parecía tener pareja que le ayudara a sufragar los gastos.
La vi por primera vez al comprar mi vivienda. Según pasé por delante me quedé asombrado por su belleza, su escultural cuerpo y esa forma de mirarme. Vivía apenas a cien metros y no había más vecinos alrededor, estábamos solos en aquella colina. Era todo tan tentador…
Recuerdo cómo una tarde salí a pasear y traté de hablarle de manera espontánea, sin embargo, en cuanto respondió me quedé perplejo, sin encontrar las palabras. Toda mi verborrea se transformó en escuetos saludos y tuve que conformarme con observarla de lejos. Desde mi casa intuía la suya y podía ver si había prendido la luz, si su coche estaba en la puerta, si estaba sola o acompañada. Al principio usé unos prismáticos, pero me fue imposible llegar a cada uno de los rincones por donde se movía. Tal fue mi fascinación con ella que acabé por comprarme un dron con el único propósito de espiarla. No pretendía más, era una mera distracción que acabó por convertirse en pasatiempo y de ahí mutó en una desquiciada obsesión.


El dron parecía un juguete, un pequeño helicóptero que simulaba tener poco alcance y potencia, aunque el contacto que me lo proporcionó me había asegurado que la batería y la cobertura no tenían nada que envidiar a un dron profesional. Lo comprobé y no pude más que darle la razón. Comencé a pilotarlo tan solo de noche. Me acercaba a su casa y la observaba por el monitor desde la comodidad de mi salón. ¡Era fantástico! Posaba el dron en algún árbol para que el ruido del motor no me delatara y la veía cenar, mirar la televisión, meterse en la cama o si se quedaba leyendo hasta tarde. Nunca la grabé, solo trataba de contemplarla, de aplacar mi locura por ella. También me daba cuenta que, de vez en cuando, tenía visitas masculinas. Siempre eran hombres distintos, tíos fornidos y musculados, y yo ardía de celos tras el monitor, envidiando su suerte. Los veía juntos riendo, escuchando música… Después se besaban. Ni siquiera tenía la precaución de bajar las persianas. Parecía querer que contemplara aquel espectáculo. Además, en medio del tórrido encuentro, percibí que ella dejaba escapar su mirada a través de la ventana con una mueca frívola. Me quedaba muy quieto, paralizado. Después intuí que sabía que yo la estaba espiando. Me avergonzaba, apagaba la pantalla y, en cuanto podía, sacaba el dron de allí discretamente. A la mañana siguiente, el coche de su amante de turno no estaba aparcado en la puerta y sospeché que todos se marchaban en algún momento de la noche, mientras yo dormía.

Pero una noche, el insomnio me ganó la batalla y en vez de apagar la pantalla cuando la pareja llegaba al clímax continué observando, claramente excitado. Ella se retorcía entre las sábanas, arqueando la espalda con su afanado amante entre las piernas; cambió varias veces de postura y, una vez más, alejó la mirada a través de la ventana, como buscándome a mí o mejor dicho, al dron. Y, al contrario de lo que yo había pensado, se levantó exhibiendo sus pechos erguidos y tensos, y corrió las cortinas. La frustración al verme vetado me alteró aún más y no conseguí pegar ojo en toda la noche. Tanto fue así que, pasadas unas horas y en duermevela, atisbé movimientos en la pantalla del monitor: en la tenue luz de la madrugada, la mujer metía varias cajas de colores en el maletero del coche de su última conquista. Arrancó el automóvil y desapareció de allí. Hubiese querido seguirla con el dron, pero apenas quedaba batería y la cobertura no alcanzaba tantos kilómetros. Un par de semanas después, repitió la misma acción. Invitó a un hombre, se lo llevó a la cama y horas más tarde se montó en el coche de su invitado, repleto de cajas de plástico.

Hasta que una noche, mi curiosidad me impulsó a seguirla en mi propio vehículo. Llevé conmigo el dron cargado de batería y salí tras ella. Condujo hasta un bosque ubicado a las afueras de la ciudad. Prácticamente amanecía y era posible que me descubriese, así que me distancié cuanto pude. Según se adentró en la montaña, subió por un enredo de curvas hasta el final de una cima. Desconocía la zona y me quedé asombrado por el tupido paisaje de árboles enormes. Aunque perdí de vista el coche no fue difícil encontrarlo, pues únicamente había un camino que terminaba en el parking de un edificio medio oculto en la espesura del monte. Parecía un hospital o un sanatorio. La ansiedad por saber qué estaba pasando crecía al ritmo que mi sangre golpeaba mis sienes y mi pecho. Aparqué fuera del recinto y me acerqué cobijado en la penumbra. Después, localicé su automóvil. Un par de hombres muy grandes sacaban las cajas de plástico del maletero, entonces me di cuenta de que eran neveras portátiles.

 

Oculto tras un roble enorme, advertí la cantidad de coches que había estacionados en el aparcamiento y solo concebí el alcance de mi error cuando reconocí un par de ellos. Eran los vehículos de los amantes de mi sensual vecina. Todos y cada uno de ellos pertenecía a un hombre que había estado con ella. Con el pulso acelerado y lejos de tomar la decisión más sensata para volver a casa, puse el dron en marcha con la intención de saber qué estaba pasando dentro de aquel horripilante edificio. El pequeño aparato voló entre las sombras, evitando ser detectado cada vez que alguien se acercaba y, tras divisar multitud de oscuros pasillos, detecté una puerta con un ojo de buey en lo alto del que salía una luz. Llevé el dron hacia arriba y lo posicioné para visionar lo que estaba sucediendo allí dentro. La mujer, sentada frente a una mesa, esperaba paciente a que un hombre vestido de cirujano terminara de firmarle un cheque. Y al fondo, un mostrador metálico, en el que otro individuo con el mismo uniforme abría las cajas, vaciando su contenido. El horror llegó al descubrir que en diferentes palanganas repletas de hielo aquel hombre depositaba un órgano parecido a un hígado, en otra un estómago y en una tercera un corazón.

Sentí una arcada rezumando bilis y vomité discretamente detrás del árbol. Envuelto en pánico, corrí hasta mi coche con el mando en la mano, perdiendo el control del dron. El monitor visualizó imágenes intermitentes, destellos de luces y una cara muy conocida que sonreía extrañada. Distinguí de reojo que había sido ella la que había cogido el aparato. Esta vez sí frunció las cejas sin ser consciente de que miraba a una pequeña cámara. Intenté arrancar el coche, pero mis piernas no obedecían, sin atinar a encontrar los pedales. Giré la llave, rezando para que el motor se encendiera rápido y cuando por fin logré arrancarlo y apreté con furia el acelerador, sentí una enorme mano que me agarró por el cuello. No supe en qué momento perdí el conocimiento. Horas más tarde, me desperté en esta celda de dos metros cuadrados.
Con el paso del tiempo me devolvieron el dron al verme enloquecer. Debieron pensar que era un juguete que tan solo volaba, pues no contenía ni una sola grabación. Me han convertido en una cobaya humana. Les valgo más medio vivo y medio cuerdo que muerto del todo, por eso me entregaron el aparato para que no me mate a mí mismo y me distraiga. Cada dos por tres, me someten a descargas eléctricas, me inyectan venenos y experimentan diferentes tratamientos. Sé que nunca saldré de aquí con vida. Mi única esperanza es lanzar este dron al bosque tan lejos como sea posible, rezar porque alguien lo encuentre y visione este vídeo.
Si estás viendo este mensaje, llévalo a la Policía, por favor. Espero mi última baza. Mientras tanto, seguiré observando cómo ella, cada semana, aparca un coche diferente inundado de cajas.

 


Texto © Ana Cepeda Étkina- Todos los derechos reservados

Publicación © Solo Novela Negra- Todos los derechos reservados

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