AVERIGUACIÓN INDISCRETA (Hughman) por Juan Pablo Goñi Capurro

Corelli tarareaba una canción de moda, por lo tanto desconocida para Hughman, detenido en el rock anglosajón que mamara en sus calles adolescentes. Al inglés le dio mala espina hallar dos coches estacionados en toda la cuadra; ante un muerto reciente solían agolparse parientes y vecinos. La dirección que traían señaló una casa pequeña, con garaje. Corelli lanzó una carcajada; la motivó el vídeo que miraba en su teléfono.

            —Corelli, esta gente está de luto.

            —Tranquilo inglés, esto va a ser una papa.

            El detective bajó y encaró el timbre, sacando pecho como un compadrito. Hughman cerró el auto. La puerta de la casa se abrió; la mujer que atendió se sorprendió al encontrarse con un desconocido.

            —Policía, venimos a hacer las investigaciones preliminares del caso.

            —¿Qué caso?

            Hughman ya estaba junto a ellos. La perplejidad de la mujer no era fingida; estaba maquillada, con ropa formal. Dedujo que era una hija del muerto, treinta y tantos años.

            —El homicidio, señora.

            —¿Qué homicidio, se volvieron locos?

            Escucharon ruidos en el interior. Asomó un hombre de cuarenta, camisa desprendida, cabello húmedo.

            —¿Qué pasa, Abril?

            —¡Un homicidio!

            El hombre apartó a la mujer y se colocó en el centro de la puerta.

            —¿Se puede saber qué es esto?

            Corelli se anticipó al inspector.

            —Tenemos que investigar la muerte de Alberto Pereyra, eso pasa.

            —Váyanse a la mierda, ni el dolor respetan. Papá murió de un infarto. Vamos, Abril, que llegamos tarde.

            Corelli puso un pie, luego cargó con el hombre sobre la puerta que el otro intentaba cerrar. La mujer gritó. Oyeron más pasos y voces. El empellón del detective lo dejó en medio de la sala, el hombre de la camisa trastabilló, dio con el brazo de un sillón y cayó al piso.

            Un segundo hombre se abalanzó sobre el policía, en tanto la primera mujer y otra de más edad aportaban gritos agudos. Hughman aprovechó, ingresó y cerró la puerta detrás.

            Corelli recibió un puñetazo en el mentón; lo tomó fuera de equilibrio. El policía dio contra un florero ancho, varias colas de zorro se desparramaron. Hughman se mantuvo en el segundo plano; el pegador, un mocetón de poco más de treinta años, avanzó hacia el policía caído. Corelli sacó el arma.

            —¡Alto o disparo!

            El inglés estudio el cuadro. La sala era pequeña para tantos, por poco Corelli no había impactado el televisor. Su agresor, puños cerrados, vena hinchada, se contenía apenas. La mujer mayor apoyó un brazo en su hombro, intentó que retrocediera.

            Sobre la otra pared, Abril había conseguido poner de pie al primer hombre, quedaron ambos detrás del sillón, delante de las fotos familiares que colgaban de la pared. Un vistazo fugaz a los retratos le hizo concluir al inglés que eran tres hermanos y la madre, esposa del hombre fallecido pocas horas atrás.

            Corelli logró incorporarse y sostuvo en alto el arma. El inglés decidió que era su turno de actuar.

            —Tranquilo, guardá el arma.

            Corelli dudó, retrocedió sin cumplir la orden.

            —Que alguien me explique que es todo esto, papá acaba de morir, mamá está destruida y entran a casa por la fuerza, ¿qué es esto?

            A pesar de ser el más joven, el mocetón tomaba la palabra. Tenía crema de afeitar en media cara.

            —Les pedimos disculpas, tenemos orden de investigar la muerte de su padre —explicó Hughman.

            —Es ridículo, papá tuvo un infarto, Jorge ya llevó el certificado del médico a la funeraria. Por favor, en un rato abren el entierro.

            —Nada de favor, Abril, estos se olvidan que son empleados nuestros —señaló el mayor de los varones.

            De a poco, los cuatro deudos quedaron juntos, enfrentados a los dos policías. Detrás de los primeros, se advertía una puerta. Fácil de comprender la distribución de la casa.

            Hughman aguardó a que bajaran los ímpetus; se volvió a su compañero, señaló el arma con la cabeza. De mal grado, Corelli enfundó la pistola.

            —Por el velorio, no se preocupen. Han trasladado el cadáver a la morgue para practicarle una autopsia.

            Los tres jóvenes se quejaron al unísono, superponiendo frases como hijos de puta y están locos; los gestos eran indubitables, estaban enojados. Corelli mantuvo una mano en la cintura donde cargaba la 9mm.

            La viuda mantuvo la vista en los ojos claros del inglés. Mujer baja, serena, de tez más oscura que las de sus hijos. Aún no se había vestido para despedir al esposo, tenía el cabello sin peinar, andaba en pantuflas de hombre.

Hughman usó los brazos para pedir tranquilidad.

            —La causa se titula averiguación de causales de muerte. Lo que nosotros necesitaríamos es ver la habitación donde hallaron a su padre. Es un vistazo, luego llegará la policía científica para recoger elementos de prueba.

            —¿Qué? —el mocetón volvió a adelantarse.

            Detrás del inspector, su subalterno efectuó otro aporte a la indignación general.

            —Antes de seguir hablando, se me identifican.

            Los tres jóvenes giraron las cabezas; hubieran escupido a Corelli de no estar armado.

            —Abril Pereyra, hija de Alberto. Vamos chicos, hagámoslo rápido para que se vayan.

            —¿Cuándo vamos a poder despedir al viejo?

            —¡Jorge! No lo hagas peor, pasemos esto rápido —reiteró Abril; tenía los párpados hinchados, por lo demás era una joven atractiva, admitió el inglés.

            —Soy Jorge Pereyra, por si sus mentes de chorlitos no pueden darse cuenta. Hijo mayor, para más datos. Abril es la del medio y Horacio, el menor.

            Jorge ya se había prendido los botones, acomodó la camisa dentro del pantalón oscuro. Se pondría un traje, dedujo Hughman. Corelli le dio un golpecito en el codo y alzó el mentón hacia la otra mujer. Abril se anticipó a su madre.

            —Ella es mamá, Angélica Quesada de Pereyra.

            —La asesina, obvio, estaba sola cuando murió papá, debió matarlo de un susto.

            Jorge expresaba en palabras el rencor que Horacio, el menor, ponía en el rojo de su rostro y en la fuerza con que comprimía sus puños.

            Abril intentó bajar el tono.

            —Jorge, no te pongas irónico. ¿Qué más necesitan, oficiales?

            —Que les pongan un cerebro en la cabeza, eso necesitan.

            —¡Jorge!

            —Tendríamos que estar echándolos a patadas y vos te ponés a conversar como si charláramos de… qué sé yo.

            Corelli tensó más la mano. El llamado Horacio adelantó la derecha, un dedo extendido; calló sin decir lo que pretendía. En un segundo plano, la madre se miraba las pantuflas.

            —Ni un poco de decencia, papá está caliente todavía y estas víboras…

            —¡Jorge, basta! Parecés papá, imposible de hacerte razonar cuando te enfurecés.

            La mirada de Hughman volvió a cruzarse con los ojos pardos de Angélica.

            —Nosotros nos identificamos y estos no nos mostraron ni las placas.

            —Verdad —reconoció Hughman, y sacó su placa de la campera—. Oficial inspector Hughman, él es el oficial principal Corelli. Brigada de investigaciones.

            —¿Brigada de investigaciones? —casi tartamudeó Horacio.

            Abril se adelantó y dio la mano al inspector.

            —Pasen, por favor. Papá murió en su cuarto, cuando se acostó a hacer la siesta después de comer.

            Al inglés le agradó el andar de la mujer; el vestido oscuro era recto, disimulaba las formas. Elección lógica para un velatorio. Los guió por un pasillo hasta una segunda puerta. La habitación era pequeña o la cama era muy grande; por la ventana, vista a un tramo de jardín y  a la medianera de la casa lindera.

            Corelli avanzó más, observó las cajas de pastillas ubicadas sobre una mesa de luz, gafas. El inglés notó la figura del fondo de un vaso dibujada sobre la madera clara del mueble. Abril advirtió la dirección de su mirada.

            —Ese es…era el lado de papá.

            Los hermanos y la madre no los habían acompañado. Se oyeron pasos, una puerta se cerró, murmullos. Corelli abrió el ropero, pasó varias prendas que colgaban.

            —Corelli, no trajimos guantes ni elementos. Creo que ya está lo nuestro por ahora, después haremos los interrogatorios.

            —Tendríamos que llevar detenido al que me golpeó, inglés, resistencia a la autoridad.

            —No, por favor, no lo hagan, bastante tiene mamá con todo esto. Y nosotros. Yo me voy a tener que volver a Blanca, no puedo dejarla sola.

            —¿No vivís acá?

            —Ninguno vivimos acá, pero soy la única soltera. Llegamos hace nada, por eso nos agarraron en los preparativos.

            Corelli salió de la habitación, Hughman dio paso a Abril. En el pasillo, la joven se volvió. La voz era agradable cuando no estaba alterada, a oídos del inglés.

            —No entiendo nada, papá murió de un infarto, ¿qué investigan?, ¿a quién se le ocurrió?

            —Al comisario Bermúdez. Ni bien se enteró, dispuso que se abriera una investigación preliminar y que se hiciera una autopsia. Parece que era muy amigo de tu padre.

            —Ah, Bermúdez, ahora relaciono. No, él no era amigo de papá, su padre era el amigo, policía también. Siempre lo mencionaba, andaban todo el día juntos de más jóvenes, en los setenta, por ahí.

            Amigo de la policía en los setenta, Hughman se fue haciendo un perfil del muerto y del progenitor de Bermúdez.

            En la sala, Corelli sostenía el picaporte para salir. La viuda, Angélica, estaba sentada en el sillón, cabizbaja; la hija le acarició el cabello. Jorge se paraba sobre las puntas de los pies y se dejaba caer. Las manos corregían defectos invisibles de los puños de la camisa.

            —¿Y ahora?, ¿no podemos tocar nada?, ¿dónde va a dormir mamá esta noche?

            —La científica llega en minutos, será bastante rápido.

            —¿Tendremos que ir a declarar? —se alarmó A AVERIGUACIÓN INDISCRETA

Juan Pablo Goñi Capurro

bril.

            —Depende lo que diga la autopsia, señorita. Con permiso, mi pésame señora.

            Hughman se inclinó y extendió la mano; la mujer apoyó apenas la suya sobre ella. Alzó las cejas, el inglés volvió a recibir esa mirada que no podía descifrar. Había dolor sí, pero un dolor viejo, mezclado con otra cosa, ¿resignación?, ¿fatalismo? Jorge interrumpió el diálogo visual.

            —¿Está pensando en ponerle las esposas’; ¿por qué no se la lleva? como dice Abril, hagámoslo rápido, métala presa antes del entierro.

            —¡Te lo pido por favor, basta Jorge!

            Hughman soltó la mano de la mujer, se acomodó la campera.

            —Agradecele al inspector que no nos llevamos preso al revoltoso de tu hermanito.

            El inglés sacó a Corelli de la casa antes que se reiterara una escena belicosa; afeitado por completo, Horacio se había sumado al grupo cuando oyó la voz de su hermano. Desde la puerta, el inspector dedicó una última mirada a la joven; Abril le devolvió una sonrisa recta. Hughman caminó hasta el auto diciéndose que sería difícil borrar de la joven la impresión de ese primer encuentro, maldito trabajo que le hacía conocer mujeres interesantes y se las negaba a la vez.

            —Qué ganas de romperle la boca a ese Jorge.

            Hughman arrancó, no le respondió que él había estado cerca de terminar con la boca rota era él; no quedaban rastros en el mentón de Corelli, pero debía dolerle.

            El detective empezó un ritmo con las manos sobre el tablero. Vaya a saber por qué secreta relación, Hughman compendió qué había en la mirada de la mujer.

            —¿Cómo lo supo? —se preguntó en alta voz.

            —¿Quién?

            —El comisario, Corelli, ¿cómo supo Bermúdez que Angélica había matado al marido?

            —¿Eh?

            Hughman aceleró. Volvería a ver a Abril, quizá le tocara interrogarla oficialmente. Con el objetivo de meter a su madre presa, hermosa ocasión para hacer propuestas a una mujer. Maldito trabajo y maldito Bermúdez, ¿qué le costaba dejarlo pasar? Una mujer no asesinaba a un esposo de tantos años sin un motivo justo.

            —Entonces, el Jorge jetón ese,  ¿hablaba en serio?

            —No, Corelli, no. ¿Te dejo en tu casa o en la comisaría?

            Había terminado su turno, por media hora hubieran sido otros los encargados de interrumpir el dolor familiar. Para peor, Corelli eligió volver a su casa, en la otra punta de Blanca, tendría que soportar su reggaetón veinte minutos más.

 

Relato: © Juan Pablo Goñi Capurro, 2019.

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