Acompañar al difunto
ACOMPAÑAR AL DIFUNTO – Relato Negro
Este relato negro inédito, escrito por el autor ERLANTZ GAMBOA VILLAPUN es una felicitación hecha a la revista en su 3º aniversario a cumplir el 15 de mayo de 2018.
Nuestro agradecimiento por la deferencia, Erlantz.
ACOMPAÑAR AL DIFUNTO
Hacía un buen rato que velaban a Macario, y todavía no aparecía el primer conocido. En la casa, en la sala contigua a la entrada, se reunían solamente sus parientes más allegados. Ninguna otra persona, ni amigos, ni compañeros de la universidad, se habían acercado a darle el último adiós al profesor Manrique. Y no se trataba de mala educación, o de que el difunto les desagradase, porque resultaba todo lo contrario: que Macario era estimado por casi todo el mundo. La poderosa razón de que no llegase nadie estaba en la causa de su muerte. Y tampoco estribaba en una enfermedad contagiosa, y el riesgo de contraerla, sino en que… no murió de muerte natural, aunque sea de lo más natural morirse si te pegan tres balazos en el tórax. El motivo de la ausencia de amigos y alumnos se debía a que lo habían matado los hombres del coronel Marcaida, el todopoderoso director de la policía, mucho más dedicada a investigaciones políticas que criminales, y más al servicio del dictador que del pueblo.
Macario era opositor a la dictadura, y exponía sus ideas sin medir las consecuencias. Y al final, como le habían advertido, le metieron unos plomos entre pecho y espalda. Todo el mundo sabía quien; pero los periódicos, voceros del gobierno, les echaron la culpa a los disidentes. Según los panfletos oficiales: curiosamente le mataron los que comulgaban con sus ideas. No se lo creía nadie, si bien era muy arriesgado externar lo contrario. Por ser opositor, su funeral estaría exento de público, aunque en alguna parte se honraría su memoria de manera subrepticia.
En la casa se hallaban únicamente los parientes, y Don Serapio, un sacerdote amigo, que tampoco quería al gobierno, y además no lo temía. Claudia, la desconsolada esposa de Macario abrazaba a sus dos hijos; de 9 y 8 años. A su lado derecho se sentaba su hermano Demetrio, y en el izquierdo su hermana Susana. Tres primos y su tía componían el resto de los llorosos. Dispusieron café y pastas para un centenar, pero nadie se había servido una taza ni había clavado el diente.
Claudia ya no sabía si lloraba por la pérdida del marido o por la ausencia de gente en su velorio. Era comprensible el miedo; aunque, que nadie se presentase, era demasiado temer. Pero podían efectuar una redada, considerando que todos eran disidentes. Seguramente, los amigos y alumnos esperaban para acudir a la iglesia, a la misa funeral, por ser el templo un lugar de mayor respeto incluso para los chacales del coronel.
Una nariz se asomó a la puerta, que estaba de par en par, indicando que podía entrar quien quisiera. Y tras la nariz apareció Herminia, una vecina, quien no solamente no temía al coronel, sino que le odiaba tanto como Claudia, y por la misma razón: el asesinato de su esposo. Había sucedido dos años atrás, y se lo achacaron a los mismos, los que desestabilizaban el país, la causa de todos los males, los obstinados en demandar democracia.
La mujer entró y fue a darle el pésame a la viuda reciente, reconfortándola con la experiencia de quien ha pasado antes ese trago amargo. Y luego se sentó en una esquina apartada, porque la visión del ataúd le traía muy malos recuerdos. Claudia sirvió café en una taza y le llevó unas galletas.
-Al menos ha venido una – le susurró Demetrio al cura.
-Y vendrán otros – dijo éste, con seguridad-. No todos tienen miedo a Marcaida.
-Esperemos que así sea. Mi hermana se sentiría mucho mejor.
Como si el sacerdote fuese profeta, o la vecina hubiese roto la maldición, algunas mujeres enlutadas comenzaron a llegar en silencio, una a una, y sentándose en la sala. Claudia agradeció a cada una su atención, y olvidó llorar para dedicarse a servirles café y galletas.
Un joven de veinte años asomó el flequillo por la puerta, lo pensó un momento y penetró de un salto, como si así no lo verían los dos policías que vigilaban desde cada esquina de la calle. Y poco más tarde llegó otra pareja, que también entró con prisa.
Lentamente, la casa se fue llenando, y Claudia cambiando el color pálido de sus mejillas, por un poco de color vivo, el de la alegría de que el cariño a su esposo fuese más poderoso que el pavor al coronel Marcaida.
El rosario estaba en su apogeo, cuando la mujer que rezaba, a quien el cura se lo había pedido, detuvo su cantinela y se quedó absorta en la puerta. Todos los presentes giraron las cabezas, si estaban de espaldas, o fijaron sus ojos, si se hallaban de frente a la puerta, para ver a quien había hecho enmudecer a la encargada de dirigir el rosario.
El coronel Marcaida, en persona, ocupaba el umbral de la puerta. Y no llegaba solo, pues cuatro fornidos guardaespaldas, de paisano, lo escoltaban. Y fuera, aunque no los viesen, habría una veintena de uniformados.
Todo el mundo se quedó boquiabierto. Claudia estaba a punto de desmayarse. Demetrio se puso en pie, y dio un paso adelante. Su hermana le miró, suplicando no hacer alguna locura. Y Don Serapio, tragando bilis, se interpuso entre Demetrio y el coronel, dirigiéndose a éste con su mejor sonrisa. Consideraba su obligación evitar una desgracia, que se produciría, sin duda, si alguno hacía un desaire al temible asesino. Por ello, alargó su mano hacia el militar y preguntó:
-¿A qué debemos el honor de su visita, coronel?
Varios estudiantes analizaron por donde escapar, pero entendieron que la casa estaría completamente rodeada, y vigilada desde el aire, por lo que era mucho más sensato aguardar el devenir de los acontecimientos.
-A ofrecer mis condolencias a la viuda de este insigne profesor, asesinado vilmente por los enemigos de la libertad.
-Efectivamente de ellos se trata – dijo el sacerdote, con tono burlón-. Claudia, acércate, por favor.
El militar captó la intención del religioso, y que se refería a distintas personas que él, más bien le aludía. Conocía las ideas y simpatías del sacerdote, y no lo había detenido o eliminado porque el presidente prohibió enfrentamientos con La Santa Sede. Soportaría su sarcasmo, y esperaría una oportunidad de revancha.
Claudia, con la misma ilusión que caminar hacia el cadalso, se aproximó al coronel. Éste agarró su mano y atrajo a la mujer, para darle un fuerte abrazo.
-No sabe usted lo que lamento la muerte de su esposo. Le prometo que haremos todo lo que esté en nuestras manos para atrapar a los culpables.
La viuda aguantó a pie firme, deseando lanzarle al menos un escupitajo, sino algo mucho más sólido. Otros pensaban igual, pero no eran tan audaces como para exponer la vida sin alguna razón de peso.
El coronel, sabedor de que molestaba su presencia, quiso prolongarla, se sentó y esperó a que le sirviesen café y pastas, e igual a su comitiva. Demetrio y Susana se ofrecieron para la ingrata labor, y fueron llevando café a los asesinos de su cuñado. Don Serapio estaba ojo avizor, para que nadie cometiese la torpeza de lanzar un insulto, ni siquiera una mirada de odio.
Continuaron con el rosario, al que se unió, con absoluto cinismo el coronel. Todo el mundo suponía que tras el insulto de la visita, el militar se iría a torturar a quien le tocase aquella tarde, pero éste prefirió quedarse para que sus enemigos sufrieran un rato.
De pronto, se escucharon gritos fuera de la casa. Parecía una manifestación. Eso era algo inaudito, a no ser que la auspiciase el gobierno. Marcaida les indicó, a sus guardaespaldas, que se colocasen en la puerta, tanto para enterarse como para defenderlo en caso de que hubiese problemas. Don Serapio también fue a la puerta, a informarse.
Los cuatro guardaespaldas, de improviso, y sin decir la razón, saltaron a la calle y se pusieron a correr en dirección contraria a la de los gritos. Marcaida se levantó de la silla, y dudó entre salir o esconderse en la cocina, porque se vio sin escolta. Antes de que se decidiera, un hombre chocó contra el cura, e irrumpió en la sala, dando gritos.
-¡Han derrocado el gobierno militar del General Díaz! ¡El tirano ha huido!
Demetrio dio un brinco y se colocó en el umbral de la puerta. Marcaida supo que le cerraba el paso. El militar estaba lívido, y movía los ojos a los lados, buscando una salida. Pero únicamente encontraba caras con expresión de odio. Vio que la gente lo rodeaba, y que Demetrio, alto y fornido, custodiaba la puerta. No tenía escapatoria, y él no iba nunca armado, porque para eso lo acompañaban dos docenas de soldados.
-Yo no les he hecho nada… – balbuceó, mirando a Demetrio.
-Fueron los enemigos de la libertad- le recordó el cura.
Súbitamente, un grito atronó la sala. Una mujer menuda, se abrió paso entre los que estaban tras el coronel, levantó un cuchillo, que había cogido de la cocina, y lo clavó en la espalda del militar. Herminia dio un paso hacia atrás, y contempló como se derrumbaba el coronel, con un largo y afilado cuchillo insertado en medio de la espalda. Todo el mundo guardó silencio, y la mujer, con una voz fuerte, que no correspondía a su diminuta anatomía, dijo:
-Para que Macario no se vaya solito al otro mundo.
-Pues qué mala compañía le has elegido – opinó el sacerdote.
© Relato: Erlantz Gamboa Villapun
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