Un trabajo imprevisto (Brucco) de Juan Pablo Goñi

El caso estaba cerrado, el asesino atrapado y las tapas de los diarios poco más felicitaban a la policía por la pronta resolución del hecho. El mérito de la acción policial había consistido en llegar a la cocina de la casa del barrio obrero cuando el matador todavía no había despertado de su borrachera. Lo hallaron dormido en una silla, con el cuchillo ensangrentado en la mano, las ropas cubiertas de la sangre de la víctima, Pablo Albarracín. El dueño de casa estaba caído al otro lado de una mesa cubierta de botellas vacías de ginebra, vino y otras bebidas blancas sin etiquetas que permitieran identificarlas.

Superando el aroma a alcohol del ambiente, la policía científica encontró con facilidad las pruebas que condenaban, prima facie, al asesino. Además de la sangre que lo cubría y el arma del crimen que sostenía, estaban sus huellas en uno de los dos vasos y su ADN en el cuerpo de la víctima —comprobado bastante más tarde—. El caso fue presentado por la prensa como una típica pelea de borrachos que había terminado mal.

Domingo Peñaloza no despertó cuando la policía hizo su ingreso, a la medianoche. Un vecino había denunciado ruidos y gritos. Los efectivos tocaron el timbre y golpearon la puerta sin que nadie los atendiera; uno de ellos comprobó que no tenía llave, entraron y se toparon con el crimen. Peñaloza parecía víctima de un coma alcohólico; la fiscal, convocada de urgencia, se negó a que lo trasladaran al hospital.

El albañil despertó en el calabozo de la comisaría, sin comprender qué le sucedía. Protestó con la voz pastosa, incapaz por unas horas de hilvanar un relato coherente.  Asistido por un joven abogado de oficio negó los cargos; la fiscal no le dio importancia a la declaración y el juez aprobó la solicitud de prisión preventiva. Esa misma tarde, Domingo Peñaloza fue trasladado a la prisión más cercana.

Quien sí se encargó de leer la declaración fue el tano Brucco, algunas semanas después. El inspector mataba horas muertas cuando encontró una copia en las oficinas de la brigada de investigaciones. Su compañero de turno, el novato inspector Calosino, se la había agenciado con el objetivo de incorporarla a su estudio. Tras una experiencia en un taller literario al que concurrió con motivo de otra investigación, Calosino le había tomado el gusto a la escritura; se proponía realizar un trabajo sobre las mentes delincuentes y ofrecerlo a una editorial especializada. Trabajo secreto, de conocer sus intenciones el Tano Brucco o algún otro de sus compañeros, sería víctima de bromas hasta el día de su jubilación. Y le faltaban varias décadas para ello.

Brucco se puso cómodo, colocó las piernas sobre el escritorio y leyó.  Nada tenía que ver su división con el asunto; caso resuelto, nada para investigar. Tampoco el tano era conocido por ser un amante del trabajo. Sin embargo, cuando Calosino ingresó con dos cafés, se topó con el veterano colega concentrado, las cejas unidas y la mano golpeando el lateral de la silla. El joven dejó el café sobre el escritorio y se preguntó qué hacer; temía que Brucco hubiera averiguado la procedencia y el fin de esa declaración a la que prestaba tanta atención. Los nervios lo llevaron a exagerar su actuación.

—¿Qué es eso, Tano?

Brucco alzó las cejas.

—No te hagas el pelotudo que a esta declaración la trajiste vos, Calosa.

—¿Yo? Debe haber sido…

—¿El hombre invisible? Somos los únicos en el turno, es sábado, no anda nadie que se dedique a los papeles ahí abajo. Yo no fui. ¿Necesitás más?

Calosino se sentó, como un niño amonestado por el director de la escuela. Intentó salvar su dignidad con otro comentario desafortunado.

—Igual, no sé por qué le prestás tanta atención si no es un caso nuestro.

—¿Por qué la trajiste, por qué te tomaste la molestia de hacer una copia?, ¿de pelotudo nomás?

Calosa se acomodó el cinto del pantalón y ajustó la pistola. El tano continuó hablando, el interés que le despertaban las hojas que tenía ante la vista evitaron que su compañero recibiera una diatriba de las habituales.

—Si este Peñaloza es el asesino, yo soy Brad Pitt.

Esta vez, Calosino aprovechó para desviar el tema de su persona.

—¿Cómo? Está hasta las manos, Tano, tenía el cuchillo, las huelas, la sangre…

—Falta algo, el motivo. Escuchá, el tipo dice que estaban festejando dos cosas, el cobro de la quincena y el triunfo de Boca.  ¿Por qué iban a discutir, como pretende la fiscal?

—Me acuerdo de una novela de Sue Grafton, me quedó grabado un párrafo.  Se mata a quien se odia, se mata en un arrebato de ira, se mata por venganza, pero no matamos a quien nos resulta indiferente.

Calosino se refería al libro A, de adulterio, de la famosa novelista creadora del alfabeto del crimen; esos datos eran ajenos al Tano, el veterano inspector leía apenas algún diario si lo encontraba de pasada —solo las páginas deportivas.

—Genial, tenemos una nueva escuela de inspectores, formada en las novelas policiales. ¿O era una romántica?

Calosino esperó una reprimenda, pero la descarga del Tano se detuvo en ese punto final.

—Tenemos que investigar Calosa. Te digo lo que pasó. Estos dos se emborracharon hasta el coma alcohólico, Peñaloza ni se despertó cuando entró la policía, se lo llevaron dormido. No te olvides que la puerta estaba abierta, detalle fundamental. Alguien entró y se cargó a Albarracín, que seguro estaba igual de mamado. Después, fue fácil incriminar al otro borracho.

—¿Cómo hacemos?

—La llamamos a esa Grufon  y le pedimos la respuesta.

Algo le indicó a Calosino que no era oportuno corregir la equivocación de su colega.

—¡Hacemos trabajo policial, Calosa! Vamos al barrio, a ver qué nos cuentan.

Calosino cogió las llaves; su compañero ya había dejado la oficina, adquirida de pronto una energía insospechada un minuto antes. El joven idealista se dijo que lo movía el estímulo por detener a un auténtico asesino, casi emocionado concluyó que eso revelaba la vocación nata de un auténtico policía. Salió al pasillo, el inspector no estaba a la vista. Apuró el paso; antes de alcanzar la escalera, escuchó que tiraban la cadena del baño. Brucco abrió la puerta, subiéndose la cremallera a la vez que se desperezaba.

Una vez frente a la casa, el veterano estuvo tentado de alzar las fajas de clausura y meterse en la vivienda del infausto Albarracín. No lo detuvo la mirada horrorizada del legalista Calosino sino la convicción de que nada útil habría allí para la resolución del caso. Torció el rumbo y tocó timbre en la casa vecina. Una mujer, de delantal mugriento y cabello recogido con desprolijidad, los atendió. La información que les dio fue escasa, era de las que retaceaban datos a la policía. Calosino agradeció, Brucco ya tocaba timbre en la casa siguiente.

Pasó casi una hora hasta que dieron con alguien que conocía intimidades de la víctima. Joel Pereyra, compañero de los dos albañiles, empezó afirmando que Peñaloza era inocente, que por más borracho que estuviera era manso como un cordero. El relato se demoró porque Calosino, para fastidio de Brucco, mencionó que los lobos solían esconderse bajo la piel de los corderos. Tras el ida y vuelta al respecto, interrumpido por un tajante «¡basta de boludeces!» del Tano, Joel entró en tema.

—Estoy seguro que lo mató el Ñato Pérez. Nunca perdonó que Pepe le robara a la Raquel.

Pepe era el apodo de Albarracín. El Tano le preguntó si la tal Raquel vivía o se quedaba a dormir en la casa de Pepe.

—Ya no están juntos, el Pepe la dejó al mes, mes y medio, y dijo que era una turra que no valía nada. La Raquel volvió con el Ñato, pero no fue lo mismo. Medio que volvía de desesperada, ¿se dan cuenta?

Brucco perdió atención. Calosino intentó clarificar la historia, le preguntó cuándo había sucedido todo aquello.

—Hace seis o siete años.

—¿No tenés información del virreinato? —ironizó el Tano.

Agarró el brazo de Calosino y se lo llevó del porche.

—Pero el hijo mayor ahora se puso igualito al Pepe, al cambiarle la dentadura le aparecieron unos dientes de conejo —afirmó Joel cuando los policías estaban a cinco metros.

De inmediato los inspectores regresaron y le pidieron la dirección del Ñato. Vivía en el lado opuesto de la ciudad. Calosino agradeció la respuesta, el Tano lo arrancó casi de la vereda y lo empujó al auto. El inspector más joven se puso al volante y aceleró con ganas.

—¿Te parece que pudo matarlo después de tanto tiempo?

Brucco no respondió. Se planteaba con qué recurso obtener una confesión del Ñato; no podrían obtener ninguna otra prueba para condenarlo.

—¿Fue premeditado o en un momento de calentura?

Esta vez, el Tano imaginó una escena. Noche, el Ñato bebe una cerveza, la mujer al lado, mirando la televisión. Aparece el nene con alguna boludez, el Ñato le ve los dientes y ve en el chico la cara de Albarracín. Sigue tomando hasta que la mujer se va a dormir. Se enerva y, con más copas encima, decide que Albarracín no se le va a reír en la cara. Después, encuentra la escena lista para vengarse y salir libre. Brucco se preguntó si un hombre tan borracho para ir a la otra punta de la ciudad para enfrentar a otro, después tenía la claridad necesaria para disponer con frialdad las pruebas que incriminaron a Peñaloza.

Estacionaron delante de una casa baja, con guardas de cerámicos azules y puerta en el mismo color. Tenía macetas en las ventanas, las persianas alzadas permitían apreciar delicadas cortinas con bordados. Obra de Raquel, dedujo el Tano. Callado, bajó. Calosino, rendido ante la parquedad de su compañero, lo imitó. El más joven desabotonó la cartuchera y dejó una mano en la culata de la pistola.

Los atendió una mujer interesante, de calzas, con un trapo en la mano. Brucco los presentó, ella dijo que su esposo no estaba en casa, los sábados salía a pedalear por la ruta con un grupo de compañeros de trabajo. La mujer los tenía en la vereda; Calosino liberó la presión en la pistola. El Tano dudó; quizá no conviniera adelantar al Ñato que lo buscaban. Más era inevitable, estaban allí y habían preguntado por él, imposible que no se enterara. Decidió confrontarla.

—¿Cómo reaccionó su marido cuando se enteró que su hijo en realidad era hijo de Pablo Albarracín?

Raquel apretó con fuerza el trapo, lo restregó contra el muslo. Miró a los policías, más intrigada que asustada. La cabeza inició una negación que la boca no sostuvo.

—Es una pregunta simple.

Las rodillas de Raquel se juntaron, no consiguió articular una frase.

—¿Dónde estaba su esposo la noche que asesinaron a Pablo Albarracín?

—El viernes diecisiete de agosto —agregó Calosino.

Raquel alzó la vista de golpe; Brucco oyó el zumbido de una cadena de bicicleta y se volvió. Un ciclista intentaba girar para escaparse. Calosino reaccionó más tarde, pero fue el primero en sacar el arma y gritar al sospechoso.

—¡Policía, deténgase!

El Ñato, azuzado por el «corré, corré» de su esposa, imprimió fuerza a los pedales. Raquel se arrojó sobre Calosino, impidiéndole disparar. Brucco se apartó, el ciclista giró la esquina y salió de su vista. El tano caminó hasta el auto y, por la ventanilla, cogió el radio policial.

Calosino consiguió librarse de Raquel. La mujer se sentó en el escalón de la puerta y se cubrió el agraciado rostro con las manos. Brucco pasó los datos del sospechoso al comando para que ordenaran su persecución y detención. El novato guardó el arma y se puso en cuclillas ante la mujer.

—Yo tuve la culpa. Cuando el Ñato se dio cuenta, le dije que Pablo me había violado. Se puso como loco, yo no pensé que lo mataría.

—¿Estabas con el Ñato cuando lo concebiste?

Brucco llegó a escuchar el «concebiste»; le hubiera dado una patada en los fundillos.

—Todavía… lo veía. Ahora, digo. Por eso sabía que esa noche iba a ver el partido de Boca. Pensé que adelante de Peñaloza, el Ñato no haría nada grave. Cuando volvió manchado de sangre…

La mujer no pudo seguir, Calosino, con torpeza, le pasó una mano por los hombros. Al Tano no lo conmovieron las lágrimas, Raquel sabía bien lo que hacía, el Ñato había ido sin armas a la casa de Albarracín. Entre otras pertenencias del muerto, la policía había encontrado un revólver del 22. Era otro el desenlace que pretendía esa mujer.

Prefirió evitar decirle algo imprudente al colega y regresó al coche dispuesto a comunicarse con la fiscal; poca gracia le haría reabrir un caso que ya pensaba elevar a juicio. Entonces, para sorpresa de Calosino y de la misma Raquel, el Tano empezó a dar puñetazos al techo del auto; recién había caído en la cuenta de los informes que debería cumplimentar y en las diligencias a las que debería asistir como resultado de su actuación. Para empezar, se perdería el domingo libre.

—¡Calosino y la puta que te parió! ¿Quién mierda te mandó a llevar esa declaración a la brigada?

 

©Relato: Juan Pablo Goñi, 2021.

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