Orgullo de pueblo

JUAN PABLO GOÑI CAPURRO| Argentina

Asesinato, había dicho Venturini. Hughman condujo los cuarenta kilómetros desde Villa Azul a toda marcha, preso de una funesta aprensión. Temía que este crimen fuera el inicio de una ola de delitos al final de la temporada, cuando estaba más cerca de hacer las valijas para regresar a Blanca que de conducir una investigación importante. El verano había comenzado con un par de casos graves, pero luego se había deslizado por la calma que predecía cuando aceptó el destino veraniego, agregado al operativo sol –el que cada año la provincia lanzaba para custodiar las vacaciones en la costa bonaerense.

Antes de estacionar comprendió a qué se enfrentaba; ya en camino, por la frecuencia policial había escuchado que el culpable estaba aprehendido. Poco y nada tenía que hacer un inspector en esa escena; le quedó claro de inmediato que el comisario Venturini lo había llamado a Güemes para pavonearse.

Vio varios móviles, dos autos particulares, el Vento del comisario, la calle cortada y un grupo de vecinos mantenidos a raya por tres efectivos. Estimó que habían pasado no menos de cuarenta minutos desde que encontraron el cuerpo, quizá más; el forense salía de la casa de ladrillos vista cuando el inglés descendió de su coche. Lo cruzó en la vereda.

–No hay dudas, la mató a golpes.

Dos uniformados estaban de pie junto a la puerta del frente. Las persianas delanteras estaban bajas, tampoco las habían tocado. Hughman saludó a los custodios y se introdujo en una sala donde el desorden era completo; ni que lo hubieran producido adrede para montar un set cinematográfico. Sillas caídas, la mesa volcada sobre un costado, el piso cubierto de objetos varios. Adornos, platos y posavasos se mezclaban con facturas y otros papeles. Los mosaicos salpicados con abundante sangre, el reguero trazaba un camino hacia el pasillo, como si hubieran arrastrado a alguien. El inglés supo que lo habían hecho, habían arrastrado a una persona sangrante hacia el interior de la vivienda, quizá para atemperar sus gritos. Demasiado tarde, a tenor de lo que pasó.

Antes que el visitante pudiera dedicarse a estudiar los objetos caídos, se asomó el comisario. Se adelantó nomás verlo, tras gritar un nombre que Hughman no logró entender.

Tomándolo del brazo, lo guió hasta la habitación donde la víctima yacía, la cabeza apoyada en el pie de la cama, el cuerpo de costado. La camisa rasgada dejaba ver un pecho generoso, abierto de un tajo. De la cara, sólo podía inferirse que era pequeña, el asesino la había convertido en una masa tumefacta.

–Tremendo, inglés, tremendo.

En el cuarto, además del fotógrafo, un flaco espigado y joven, con barba de tres días, trabajaba una mujer, cuya camisa tenía grabada la palabra científica. Dos agentes practicaban para desempeñarse como estatuas vivientes si les fallaba la carrera policial, apoyados en la pared más alejada de la sangre. La mujer recogía huellas.

El comisario volvió a gritar, provocando que unos pasos rápidos se dirigieran hacia ellos. Pasos livianos, de mujer.

–Un trabajo policial estupendo. Perfecto, diría.

Apareció en el vano de la puerta una joven cuyo uniforme turquesa la identificaba como novata. Se cuadró ante sus superiores.

–Aspiroz, explíquele al inspector cómo resolvieron el caso.

El comisario se balanceaba sobre sus pies, las manos delante, la sonrisa extendida.

Aspiroz sacó pecho –lo que le valió un esfuerzo, la joven de pómulos sonrojados y ojos pequeños carecía de las tetas de la occisa– y relató los hechos.

–Una vecina llamó al 911, informando que oía golpes y gritos. De inmediato, nos constituimos en el lugar, es decir, aquí mismo. Dado que éramos dos los móviles, el conducido por el teniente tomó la calle Espora en tanto nosotros vinimos, en contra mano, por la San Martín.

–Excelente decisión, un operativo cerrojo montado en un santiamén.

Hughman pasó por alto la tentación de remarcar que no era bueno conducir de contramano, yendo a un sitio donde no se sabía qué había sucedido; lo calló para que terminara antes ese autobombo, destinado a que el inglés comunicara en una ciudad importante como Blanca, lo bien que trabajaba el comisario Venturini.

–Al llegar a la esquina, observé que del domicilio denunciado partía un coche, un Peugeot 306, que venía en nuestra dirección. Indiqué al oficial Pistone, que conducía, que atravesara el móvil para impedirle el paso. El conductor del Peugeot frenó. Giró la cabeza, pero vio que el otro móvil estaba ya a sus espaldas.

–Lo que dije, inglés, un perfecto operativo cerrojo.

La chica aguardó; el comisario movió su cabeza indicándole que siguiera. Hughman mantuvo el rostro pétreo.

–Descendí y apunté al sospechoso con la pistola. Le di orden de descender del vehículo. El móvil conducido por el teniente se acercó y también él bajó, con la pistola en la mano.

–Control absoluto, de manual, ¿o no, inglés?

Hughman balbuceó su asentimiento. La chica, entonada por los elogios de su jefe, hablaba con más soltura, y a un volumen más alto, entusiasmada con el relato.

–El sospechoso, quien fue luego identificado como Martín Peláez, esposo de la víctima, bajó del coche y colocó las manos sobre su cabeza. Ante nuestras órdenes, se arrodilló y el teniente lo esposó, en tanto yo tenía controlada la situación.

El fotógrafo pasó junto a ellos, indicó con un movimiento de su mano que había acabado sus funciones. El comisario le hizo el ademán correspondiente a una despedida, molesto por la leve interrupción. Mientras hablaban, se habían ido alejando del cuarto, sin percatarse.

–Una vez reducido el sospechoso, lo interrogamos. Ahí mismo aceptó ser el autor del ataque sufrido por Marisel Aguilera, su esposa.

Y en tanto ellos se encarnizaban con el criminal, en la casa estaba sola y sin atención una mujer que había recibido una paliza. Excelente determinación de prioridades, ironizó el inglés para su coleto.

–En tanto el sospechoso era conducido al patrullero, el teniente se apersonó en el domicilio, constatando la presencia de una mujer muerta en su habitación.

–Gracias, Aspiroz, el resto es procedimiento de rutina. Excelente trabajo, ¿o no, inspector?

–Sí, claro, excelente.

La chica se cuadró y regresó al exterior. El comisario tomó del brazo otra vez al inspector, dispuesto a conducirlo hacia lo que parecía la cocina, como un guía que ofrece un tour por un sitio célebre. Nuevas frenadas en la calle detuvieron sus pasos. Desde la puerta mencionaron la palabra televisión.

–Inglés, date una vuelta, curioseá, empapate un poco del ambiente. Voy a contener a la prensa, ya sabemos lo morbosos que son. Igual, voy a ser suave, hoy es un gran día para la policía, un crimen resuelto en minutos con el asesino capturado y confeso. Un éxito total del trabajo policial, servir y proteger, como es el lema de ustedes, ¿no?

Si por ustedes se refería a Inglaterra, otra vez se había confundido; ese era el lema de los norteamericanos. Hughman no tuvo tiempo de corregirlo, ya estaba el comisario poniéndose frente a una cámara instalada en el frente de la casa. Careciendo de otros motivos para continuar allí, el inglés, casi como lo sugiriera su jefe circunstancial, echó un vistazo a los adornos desperdigados. Una muestra de lo que había sido esa pareja. Sólo el inmenso televisor se mantenía sin mácula, hasta los sillones cercanos tenían los almohadones caídos o manchados con sangre.

Baratijas, recuerdos de viajes por los característicos sitios turísticos de Argentina, ceniceros. En las paredes no había fotos familiares. Por la ropa y el estado en general de las partes sanas de la mujer asesinada, estimó que andaría cerca de los treinta años. Las paredes sin fotos familiares le hicieron concluir que no tenían hijos. ¿Qué había provocado tamaño ataque de furia? No le había bastado con golpearla en la sala, la había llevado al cuarto para rematarla a golpes, ¿un símbolo?, ¿un castigo por una infidelidad conyugal?

Continuó recorriendo la sala; no tenía sentido meterse otra vez en la habitación, ya había visto suficiente muerte por el día. ¿Cuándo pensaban trasladarla? Rogó que a Venturini no se le ocurriera, en aras de una buena cobertura mediática, permitir a las huestes del periodismo que filmaran o tomaran fotos.

Estuvo a punto de pisar unos papeles, caídos con el resto de las cosas que, dedujo, habían estado sobre la mesa. Facturas, televisión, luz. Entre ellas, vio un sello, un sello policial. Para no estropear posible evidencia, se agachó hasta que pudo leer la hoja oficial, tras apartar con una birome el resto de los papeles.

Era una denuncia, recibida en la comisaría de General Güemes La denunciante era Marisel Aguilera. Denunciaba maltrato, violencia de género, ejercida por su esposo Martín Peláez hacia ella. En la misma denuncia se hacía constar, certificado por el oficial actuante, un tal sargento Ritondo, que era la tercera vez que denunciaba agresiones físicas por parte del susodicho.

Hughman se levantó con un pesar en el pecho. Si a eso llamaba Venturini un éxito total de la protección policial, no quería pensar en lo que sería un fracaso.


 

Texto © Juan Pablo Goñi Capurro. Todos los derechos reservados.

Publicación © Solo Novela Negra. Todos los derechos reservados.

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