NUNCA MÁS de Pedro Moret

Cientos de moscas revoloteaban alrededor del cuerpo, que permanecía colgado de una de las vigas. El comisario al mando se tapaba la boca con un pañuelo intentando contener las arcadas. El juez, que no tendría ni treinta años, no aguantó más y se agachó para vomitar en una esquina.  El hedor hacía el ambiente prácticamente irrespirable. Dos agentes se acercaron para intentar bajarlo. En la cara, que ya había empezado a descomponerse, se le había quedado dibujada una mueca macabra, parecía sonreír, como si se alegrara de que lo hubiesen encontrado.

El todavía provisional informe de la autopsia no daba demasiadas pistas. La causa del fallecimiento había sido muerte por asfixia. El cuerpo apareció colgado a un metro del suelo, en el interior de una vieja vaquería abandonada, en la localidad de Tavernes Blanques.  La soga la habían pasado por encima de una de las vigas y se sujetaba a una argolla anclada en la pared. La muerte se produjo hacía unos siete días, según el forense. Mario se encontraba sentado en su despacho apurando el primer café de la mañana, o quizá más bien el segundo.

– ¿Inspector? – dijo uno de los agentes asomándose por la puerta del despacho de Mario -. Ya tengo lo que me ha pedido. Solo hay dos denuncias por desaparecidos en la base de datos de la comandancia de la Guardia Civil de Tavernes Blanques en los últimos meses.  El primero es un joven de unos catorce años que apareció a los pocos días y el otro podría coincidir con el muerto; veintiún años, varón, y uno setenta y cinco de estatura. La última vez que lo vieron fue la madrugada del uno de marzo, sobre las dos de la mañana, en el pub Ralfy, según consta en la denuncia.

Era una vieja casa a la entrada del pueblo. Todo el barrio estaba atravesado por la antigua carretera de Barcelona y aunque actualmente gran parte de su caudal había sido desviado hacia la A-7 la carretera aún seguía acumulando mucho tráfico. La zona estaba totalmente olvidada, se encontraba abandonada a su suerte desde hacía décadas, languideciendo, igual que sus habitantes. En frente de la vivienda había un par de bares que tenían aspecto de llevar mucho tiempo cerrados. Al lado de ellos, un solar con una inmensa valla publicitaria, de unos tres metros de altura, en la que hacía mucho tiempo que nadie se molestaba en anunciar nada. En la fachada, unas letras azules grafiteadas completamente ilegibles. Tan solo un timbre junto a la puerta, sin telefonillo. De momento no contestaba nadie. Volvieron a llamar.

– ¿Qué quieren? El puticlub no es aquí, está un poco más arriba. ¡Ya estoy cansada de que me molesten! – dijo una mujer de unos ochenta años, que estaba asomada a la ventana que había sobre sus cabezas, a la altura del primer piso.

-Señora, somos policías. Queríamos hablar con usted un momento- gritó Dimas, cuya voz apenas se oía, ahogada por el ruido del tráfico. Dimas era el oficial que normalmente acompañaba a Mario. Mario sabía que odiaba el trabajo de oficina, que odiaba contestar el teléfono o redactar informes. Que en general lo odiaba todo. A estas alturas de su vida solo esperaba jubilarse, lo ansiaba y contaba cada uno de los días. Aunque en el fondo aún le gustaba husmear en las vidas ajenas, vivir sus miserias, aunque fuera de lejos, como un turista, que tan solo está unos días y luego se va, desaparece y se olvida de todo.

Se sentaron en la cocina, junto a una pequeña mesa extensible de madera. La estancia era amplia, tenía un gran ventanal justo delante del fregadero que daba a una fábrica de ascensores ya abandonada. La mujer les estaba preparando un café al que Mario y Dimas no habían podido negarse.

-Aquí tienen- dijo Rafaela, dejando una bandeja sobre la mesa-, prueben también estas rosquilletas, son del horno de mi hijo.

Mario la miró detenidamente; apenas superaba el metro cincuenta, pelo corto ondulado, grandes gafas de pasta y el vestigio de un ligero acento andaluz ya prácticamente desaparecido. Tenía los ojos cansados y la mirada cercana.  Era de esas mujeres que habían nacido justo después de la guerra y a las que la vida no les había ofrecido demasiadas cosas, tan solo hambre y miseria.

-Venimos a hablarle de su hijo …. Juan- se atrevió a decir Mario por fin.

– ¿De Juanito? – a la mujer le cambió el gesto y contuvo por un instante la respiración Parecía estar esperando que le dijeran que continuaba vivo, que volvería a verlo.

El depósito de cadáveres estaba vacío. Tan solo se encontraba allí Sebastián, uno de sus trabajadores más antiguos. Iba vestido con un mono azul de hospital, un delantal blanco encima, que le llegaba casi hasta los pies, y unos guantes de látex. Juan, o lo que quedaba de él, estaba depositado en una mesa de quirófano. A Rafaela la acompañaba uno de sus hijos, que debía tener una edad muy parecida a la que tendría la víctima. Ninguno de los dos fue capaz de identificarlo o no quisieron hacerlo. Quizá esa era su forma de mantenerlo vivo, supuso Mario. Negar la realidad era mucho más fácil que aceptar que estaba muerto y que jamás volvería. Pero los dos lo sabían, Mario lo vio en la mirada del hermano cuando los despidieron. Sujetaba a la madre, que lloraba mientras apoyaba la cabeza en su hombro. La mujer se había empeñado en ir, según le dijo.

Al día siguiente Mario se desplazó hasta el Rincón de l`Anell, una zona situada en plena huerta valenciana. La vivienda estaba rodeada de campos, en su mayoría propiedad de pequeños agricultores de la comarca. Lo recibió la madre, una mujer de unos cincuenta años. El padre era agricultor y ella no trabajaba, tan solo daba la catequesis por las tardes a un grupo de niños. A Mario lo dejó en la sala de estar mientras ella fue a buscar a su hija. Volvió al cabo de unos cinco minutos y acomodó a la niña, como la llamaba ella, en el sillón contiguo. Después los dejó solos.

La chica, que se llamaba Marta, era joven, apenas dieciséis años. Parecía estar ausente, como habitando en un lugar muy lejano. Miraba hacia el suelo, manteniendo las manos en los reposabrazos del sillón y las piernas enfermizamente cruzadas. El pelo lo tenía largo y liso. Ahora, ligeramente inclinada hacia delante, le tapaba parcialmente la cara. Permaneció en silencio durante un buen rato más. Ni siquiera levantó la vista. Parecía no haber reparado en la presencia del inspector. Parecía no ver ni oír nada, sumergida en un lugar muy profundo a demasiada distancia de la superficie.

-Soy Policía- le dijo Mario por fin-, solo quiero hacerte unas preguntas.

– Yo no he hecho nada- le dijo ella con una voz apagada, sorda.

-Quería preguntarte acerca de Juan. Me han dicho en el pueblo que eráis novios.

– ¿Juan? –  a la chica le cambió el rostro al oír su nombre, se puso tensa, alzó la vista y lo miró directamente a la cara, era la primera vez que lo hacía. Mario intentó descifrar lo que había en el interior de sus ojos. Intentó ver si había miedo, dolor, o tal vez rabia o indiferencia.

-Le hemos encontrado muerto- esa fue la forma más amable que encontró de decirlo. Quizá eso era lo que menos le gustaba de su trabajo, si es que había algo. Dar este tipo de noticias. Nunca sabía cómo hacerlo, como suavizarlo. Al final acabó diciéndolo asépticamente, aunque ahorrándole los detalles -. Bueno, su cuerpo. Quiero decir que al final las pruebas de ADN dicen que es él -. Mario por fin se calló. Cada vez que intentaba explicarlo la cara de la chica empeoraba.

– ¿Qué? Hace tiempo que no lo veo. No sabía nada -. Sus ojos no se pusieron vidriosos. No asomó ninguna lágrima. No era pena lo que estaba sintiendo, era otra cosa, aunque Mario no fue capaz de descifrarlo.

– ¿Sabes si había alguien qué quisiera hacerle daño?

– ¡No quiero hablar de él! – explotó de repente-. ¡No quiero! ¡No quiero! –continuó diciendo, negando compulsivamente con la cabeza, bajando de nuevo la vista y moviendo nerviosamente la pierna.

– Pero vosotros salíais juntos ¿no? – insistió Mario.

La chica seguía mirando hacia abajo, otra vez sumergida a demasiada distancia. Otra vez se hizo el silencio. Otra vez ese silencio demoledor, que parecía aplastarla y que no podía quitarse de encima. Mario supo entonces que la había perdido.

-No sabemos qué le pasa últimamente- dijo su madre disculpándola, que había acudido al oír los gritos-. Lleva unos días muy rara y no quiere hablar de ello. Ya no nos cuenta nada.

Mario había salido de aquella casa el viernes por la tarde y no había conseguido desconectar. Así que el sábado volvió a aquel pequeño pueblo. Se había enterado que Juan había jugado de base en el equipo local.

El Tavernes Blanques perdía de veinte puntos a diez minutos del final y ya no consiguieron remontar. Mario esperó durante más de media hora en la puerta del polideportivo. Por fin salió un chico de unos veintidós años. Debe ser él, pensó Mario. Media más de dos metros, hombros anchos y grandes bíceps que destacaban aún por debajo de la amplia camiseta.

– ¿Pablo?

– Sí, soy yo- dijo mirándolo con desconfianza desde encima de la moto cuando ya estaba a punto de arrancarla.

Mario sacó la placa y se la mostró antes de acercarse más. A Pablo le cambió el gesto, se puso tenso. Dejó, resignado, el casco colgado del manillar y se quedó expectante.

– ¿Conocías a Juan?

– Sí, claro. Supongo que ya sabe que era el exnovio de mi hermana, por eso está aquí, ¿no? Mi madre me contó que estuvo ayer en casa hablando con ella.

-Sabrás entonces que lo hemos encontrado muerto.

– Sí, este es un pueblo pequeño, no se habla de otra cosa.

– ¿Sabes por qué rompieron tu hermana y él?

– Él se lio con otra y por eso mi hermana lo dejó.

-Tu madre me ha dicho que erais amigos, ¿no?

-Bueno, amigos es mucho decir- afirmó con cierto desdén -. Yo sabía cómo era él. Cuando se encaprichó de mi hermana se lo advertí. Le advertí que no le hiciera daño. Desde aquel día no volvimos a hablar. No le voy a engañar, no me caía bien. Lo soportaba porque jugábamos en el mismo equipo. Era bueno, eso hay que reconocerlo. Nadie asistía como él. Seguramente descenderemos este año, fíjese – dijo lamentándose -. Pero no creo que se suicidara porque mi hermana lo dejara. La verdad es que, al muy cabrón, tías no le faltaban.

– ¿Sabes si tenía algún enemigo dentro del pueblo? ¿Alguien a quien no le cayera bien? ¿Quizá algún compañero de equipo?

-Ya le he dicho, señor, que nos habíamos distanciado bastante.

Al funeral asistió prácticamente todo el pueblo, equipo de baloncesto incluido. El capitán, íntimo amigo de Juan desde que eran niños, dijo unas palabras en su memoria. Impresionaba ver a un chico de uno noventa prácticamente roto en el púlpito. Sacó un papel arrugado en el que había anotado unas palabras. Se atascó varias veces, las lágrimas no le dejaban hablar. Al final fue el párroco el que tuvo que acabar el discurso. La madre de Juan no quiso hablar, estaba totalmente destrozada. La sujetaban entre dos de sus hijos. Los otros dos llevaban el ataúd junto a sus primos.

De vuelta a la comisaría Mario tenía sobre su mesa el informe de los del laboratorio. Había unas cuantas huellas dactilares aprovechables en la cuerda en la que apareció colgado el chico.

Pablo estaba de pie y su cabeza prácticamente tocaba el techo de la sala de interrogatorios. Se le notaba nervioso, llevaba más de una hora esperando dentro de la habitación. Se sentó otra vez en la pequeña silla plegable. Era lo único que había aparte de otra silla y la mesa. Mario entró en la sala y se sentó delante de ese auténtico gigantón que ahora parecía estar temblando como un flan. Lo sabía porque el movimiento de su pierna provocaba que temblara también toda la mesa.

– ¿Cómo te encuentras, Pablo?

– Estaré mejor cuando salga de aquí- dijo él intentando mostrar seguridad. Pablo tenía una pequeña botella de agua de medio litro entre las manos. Apuró el último trago y se quedó con ella para intentar minimizar el temblor de sus manos.

– Bien. ¿Dónde estabas la noche en la que desapareció Juan?

-En casa, supongo.

– ¿Supones? – inquirió Mario

-En casa, durmiendo- afirmó -. Es lo que se supone que se hace por las noches, ¿no?

– ¿No saliste en toda la noche?

– No.

– Tienes antecedentes por un par de robos en varias tiendas del centro, ¿no, Pablo? – le dijo Mario ojeando los papeles del interior de la carpeta que tenía entre en las manos.

– Sí, pero de eso hace mucho ya. Era un crío. Ahora llevo otra vida. No sé qué tiene que ver con todo esto.

– ¿Por qué lo mataste, Pablo?

– ¿Qué?  ¿Pero de qué habla? ¿Por qué iba yo a querer matarlo?

– Tenemos tus huellas. En la cuerda. ¿Qué hacían ahí, Pablo?

– ¿Qué cuerda? ¿Yo qué sé?  No sé por qué me han hecho venir aquí. Yo no he hecho nada.

-Esta cuerda- le dijo Mario, mientras le mostraba una de las fotos tomadas el día que encontraron el cuerpo.

Pablo se quedó por un momento mirándola sin levantar la vista. Parecía estar haciendo tiempo, parecía estar buscando una excusa. Aunque ninguna excusa por buena que sea te sacará de ésta, pensó Mario.

-Mi padre usa ese tipo de cuerdas para trabajar- dijo por fin -.  Para fijar la carga en el remolque del tractor. Yo a veces le ayudo, por eso están ahí mis huellas. Cualquiera pudo cogerla. Tiene muchos instrumentos de labranza y a menudo se quedan olvidados en los campos y los recoge al día siguiente.

Mario se quedó pensativo. Lo miró a los ojos. Intentó detectar su angustia, que se hacía cada vez más evidente por como retorcía la botella vacía de plástico entre sus manos. Era grande, parecía un gigante sentado en esa pequeña silla plegable. Una enormidad incapaz de disimular que tan solo era un crío. Mario lo sabía y por un momento volvió a mirarlo y sintió pena. Por él, por su hermana y por sus pobres padres.

-Mira Pablo – le dijo en tono paternalista -, tienes dos opciones; colaborar o no. Si lo haces tal vez el fiscal lo tenga en cuenta y pida una condena más pequeña. Tal vez pida homicidio en lugar de asesinato. Tal vez salgas algún día y rehagas tu vida otra vez.

-Ya se lo he dicho ¡Joder! Yo no he hecho nada. ¡Nada! -Pablo se puso de pie. Apretó la botella con fuerza, la retorció hasta prácticamente convertirla en un amasijo de plástico.

Sentado en la silla Mario sintió su presencia aún más gigantesca. Por un momento miró al enorme espejo de la pared, desde donde el comisario lo observaba todo. Hizo un leve gesto de negación con la cabeza, un gesto que decía que no entraran.  El interrogatorio se prolongó durante varias horas más, repitiendo una y otra vez las mismas preguntas. Mario estaba convencido de que si lo seguía presionando tarde o temprano se derrumbaría.

– Empecemos otra vez- prosiguió Mario -. ¿Qué hiciste aquella tarde?

– ¿Qué? – Pablo empezaba a desesperarse, negaba con la cabeza mirando hacia el suelo, tenía los codos apoyados en las rodillas, que sobresalían por encima de la mesa. Parecía un adulto que le había quitado la silla a un niño -. Llegué sobre las once y luego no salí de casa -repitió otra vez.

– Has dicho que no saliste.

– Sí, eso acabo de decir- se desesperó Pablo.

– Era un sábado por la noche, ¿pero tú no saliste?

– No, no lo hice.

– Un chico de veintidós años que se queda en casa un sábado por la noche. ¿Seguro qué no saliste a dar una vuelta con los del equipo y por casualidad te encontraste con Juan?  Tú frecuentabas el pub donde lo vieron por última vez, ¿no? ¿Cómo se llamaba? – se interrumpió, Mario – Sí, Ralfy. El pub Ralfy.

-Sí, suelo ir, pero esa noche no. Ya se lo he dicho.

– Tenemos la cuerda, Pablo- le dijo Mario con tono serio -Y también tus huellas. Tus huellas en una cuerda con la que se colgó a un pobre chico. No pinta bien, Pablo. No pinta nada bien.  Yo quiero ayudarte, pero no me estás dando nada para poder hacerlo.

-No sé qué decirle. Ya se lo he dicho, yo no lo hice- dijo Pablo, ahora con un tono de voz que era tan solo algo más alto que un susurro.

Fue entonces cuando Mario notó por primera vez que el chico estaba asustado. Que empezaba a ser consciente de lo que se le venía encima. De las consecuencias. De las devastadoras consecuencias. Ya no parecía tan grande. Ahora se hacía cada vez más pequeño, como mimetizándose con la silla en la que llevaba horas sentado.

– Vale- dijo Mario, recostándose sobre la silla y dejando la carpeta sobre la mesa -. Volvamos al tema de la cuerda. ¿Cuándo fue la última vez que ayudaste a tu padre?

Pablo definitivamente se desesperó. Miró al inspector con cara de incredulidad. Se puso otra vez de pie, necesitaba desentumecer las piernas. Caminó hacia la pared que tenía justo detrás, apenas a dos o tres pasos. Las manos en la nuca, la mirada pérdida. Se dio la vuelta, se apoyó en ella con la espalda y se dejó caer hasta el suelo.

Mario lo siguió con la mirada. Sabía que el chico estaba cansado. Sabía que deseaba cerrar los ojos y estar tan solo cinco minutos sin responder a una sola pregunta más. Cenar. Una ducha caliente. Era todo lo que necesitaba. Y eso era todo lo que Mario no estaba dispuesto a darle. El inspector se levantó y se dirigió hacia él. Se sentó a su lado, le dio una palmada en el hombro y se quedaron por un momento en silencio. Sentados. Como si fueran dos amigos descansando después de un partido, dejando pasar el tiempo antes de volver a casa. Él solo era su amigo, le dijo.  Solo quería ayudarle.

-Yo, yo …no… – empezó a balbucear Pablo.

Mario se quedó expectante, dispuesto a dejarlo hablar. Esperando a que se desahogara, a que lo soltara todo. Estaba deseándolo. Quitarse todo ese peso. Estaba a punto de hacerlo. A punto de cerrar el caso.

– ¿Mario? – dijo Dimas abriendo la puerta de la sala de interrogatorios -. Tengo que hablar contigo un momento.

– ¿Tiene que ser ahora?

-Sí, es importante.

– ¿Qué pasa?  Prácticamente está a punto de derrumbarse –dijo Mario una vez fuera de la sala de interrogatorios.

-He hablado con el padre, le he preguntado por la cuerda y dice que efectivamente es suya.

– ¿Y qué? Eso no lo exculpa. Pudo cogerla y matarlo con ella.

-Sí, pero su hermana Marta dice que estuvo con él, en su habitación, hablando toda la noche.

– ¿Eso ha dicho la chica?

– Sí. Así es- afirmó Dimas -. No pudo hacerlo él, Mario.  De momento tenemos que soltarlo.

Pablo salió de la comisaría aun temblando. Por un momento pensó que pasaría la noche allí. Que lo acusarían, que toda su vida habría terminado. Se subió a la moto, se puso el casco y arrancó. Una vez en marcha, suspiró aliviado.  Era ya tarde, más de media noche. Se dio una vuelta por el polideportivo para ver si estaba alguno de los chicos, pero no había nadie. La cancha estaba vacía, igual que los vestuarios y el bar estaba cerrando. Pablo se dio un paseo por la cancha. Era pequeña, sin gradas alrededor. Tan solo una valla metálica que las separaba de las pistas de tenis. Alguien se había olvidado de recoger un balón, así que estuvo ensayando unos cuantos tiros. Eso siempre le relajaba. Se abstraía de todo y se concentraba tan solo en meterla en el aro. Lanzamientos en suspensión. Protegiendo el balón con el cuerpo y anotando de gancho. De dos. Desde la línea de tres. Progresiones hacia el aro para machacarlo. O dejando una bandeja a aro pasado. Concentrando toda su atención en algo simple, con un resultado previsible. Con unas normas claras sobre la victoria o la derrota. Así debería ser todo. Pero no lo era, pensó.

Una vez en casa pasó primero por la cocina. Llevaba demasiado tiempo sin comer nada. Se preparó un bocadillo de jamón que prácticamente devoró. Cuando ya estaba acabando se abrió la puerta. Era Marta. Los dos se quedaron mirándose durante unos segundos sin decir nada.

-Me alegro de que estés en casa- dijo ella con apenas un hilo de voz. Se bebió un vaso de agua y volvió a marcharse.

Pablo no le dijo nada. Permaneció en silencio. Simplemente se limitó a asentir levemente con la cabeza. Mientras miraba como su hermana se marchaba, la mente de Pablo volvió a recordar nítidamente aquella noche; llegó a casa sobre las once y encontró a Marta en posición fetal, acurrucada en el suelo de su habitación junto a la cama. Sus padres no estaban, habían salido a cenar con unos amigos. Se sorprendió al verla allí en la semioscuridad, llorando. Se acercó a ella y la abrazó para que dejara de temblar.

– ¿Qué te ha pasado?

 Marta no contestaba. Era incapaz de dejar de llorar. Se abrazó fuertemente a él, como hacía cuando era una niña.

-Marta, ¿qué pasa? ¿No habías quedado hoy con Juan? ¿Qué ha pasado? – fue entonces cuando los ojos de Pablo empezaron a acostumbrarse a la oscuridad de la habitación. Fue entonces cuando se dio cuenta de la blusa completamente rasgada y la falda aún medio levantada.

– Me ha…me ha …- Marta intentó decirlo, pero las lágrimas no le dejaban. Pablo le cogió la cabeza y la apretó fuerte contra sí mismo mientras le acariciaba el pelo con sus gigantescas manos.

-Tranquila, tranquila. Todo se arreglará, no te preocupes- dijo susurrándole.

 

Relato: Pedro Moret,2020.

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