Escribir novela negra en Latinoamérica por Arturo Torres Moreno

Political map of south America with each country represented by its national flag. 3D Illustration.

«Vio trágicas historias del hampa; éstas, sin duda, incluían errores, éstas, sin duda, incluían imágenes que también lo eran de su vida anterior; Villari no las advirtió porque la idea de una coincidencia entre el arte y la realidad era ajena a él».

La Espera

Jorge Luis Borges

 La novela negra contemporánea de América Latina cuenta con grandes ejemplos, como el detective Mario Conde, de Leonardo Padura, y Frank Molina, de Mario Mendoza, quienes siguen una tradición que se puede rastrear desde las novelas El complot mongol, de Rafael Bernal, Triste, solitario y final, de Osvaldo Soriano y Pasado Negro, de Rubem Fonseca, hasta muchas otras que, quizá desde antes que las ya nombradas, han marcado la importancia del género en Suramérica. Casi puedo asegurar que la mayoría (si no todos) los países de Latinoamérica cuentan con al menos un escritor que dio o está dando vida a un detective de novela negra, con todas las particularidades que eso implica.

La pregunta que surge a los creadores de la región es: ¿Cómo ha de desarrollarse el género en Latinoamérica, cuando la justicia no siempre llega?

Ese quizá es el problema más difícil que tiene que afrontar el escritor latinoamericano, cuyos referentes inmediatos y reales de justicia y efectividad policial no son siempre plausibles para la veracidad de la novela o relato que quiere escribir, pues una cosa es lo que dicta la tradición literaria y otra muy distinta lo que se ve en las calles.

En 1973, el argentino Osvaldo Soriano en su obra Triste, solitario y final, toma prestado a Philip Marlow —personaje creado por Raymond Chandler— y lo pone en las calles de Los Ángeles para hacer que el detective busque la razón por la cual Stan Laurel[1] no encuentra trabajo.

La tradición de tomar personajes prestados de la literatura y adaptarlos a nuevos trabajos puede remontarse incluso a los griegos, pero no encontramos uno de los casos más contundentes hasta 1614, cuando se publicó la segunda parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, pero esta vez no escrita por Miguel de Cervantes Saavedra, sino por Alonso Fernández de Avellaneda. El libro, que más que un homenaje parece un insulto a los personajes de Sancho y el Quijote, despertó el odio inmediato de Cervantes a tal punto que, habiendo demorado la segunda parte del Quijote durante nueve años, en 1615 —un año más tarde de la edición del Quijote de Avellaneda—, se publicó la segunda parte del Quijote de Cervantes, y, para asegurarse de que nadie más tomara prestado su personaje, el autor no solo se encargó de matar a Alonso Quijano, sino que también acabó por completo con el Quijote:

—Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres dieron el nombre de bueno.[i] 

El escritor latinoamericano puede enfocarse también en un crimen que haya sucedido en la vida real, tal como lo hicieron Simón Ospina Vélez y Juan José Gaviria en su obra Para matar a un amigo, en la que siguieron la tradición propuesta por Truman Capote en A sangre fría, para la que se necesita un rigor investigativo que raye en la obsesión, así como también lo muestra Rosa Montero en La loca de la casa:

Capote investigó el caso durante tres años; conoció a los asesinos, que estaban en la cárcel condenados a muerte, e intimó con ellos. Escribió la obra casi en su totalidad, y luego esperó durante otro par de años a que ejecutaran a los criminales para poner el capítulo final y publicar el libro.[ii]

Ospina y Gaviria dan vida a un detective ficticio para recrear uno de los tantos casos de homicidio en la ciudad de Medellín, que, si bien era una de las ciudades más violentas del mundo para la época en que sucede la historia, no había visto hasta entonces un asesino representante de la clase alta como lo es Juan Camilo Mejía, alias Milicio. El libro es una radiografía de la sociedad colombiana y del daño que le hizo el narcotráfico al país, pero lo verdaderamente interesante es que los autores se valen de un hecho real y documentado para contar un relato con todos los matices de ficción, al punto de crear una novela negra que refleja una investigación dedicada, la cual es también alimentada con escenarios ficticios para dar más fuerza a la historia.

¿De dónde vienen las ideas para la novela negra? Osvaldo Reyes, uno de los exponentes más importantes del género en Panamá, dice en su libro de cuentos de crimen y misterio, 13 gotas de sangre:

 Las ideas vienen del mundo alrededor de nosotros. De eventos cotidianos que guardamos de forma inconsciente hasta que un buen día, cuando menos lo espera, dos o tres ideas se mezclan y presenciamos el nacimiento de una buena idea.[iii]

 Este pensamiento es un buen resumen de la creación literaria; ya decían los mayas que la poesía surge cuando dos palabras que no se habían visto jamás se encuentran por primera vez. Justamente, Osvaldo Reyes cuenta que El efecto Maquiavelo se le ocurrió durante su turno nocturno de doctor en el Hospital Santo Tomás cuando notó que alguien había subido el goteo del medicamento de uno de sus pacientes y la única respuesta que obtuvo por parte de unas trabajadoras del hospital fue que se podía tratar de la «enfermera fantasma». Lo primero que Reyes pensó fue que todo estaría bien siempre y cuando no se tratara de alguien que, disfrazado de médico, hubiera entrado al hospital para asesinar a sus pacientes, y después nació la idea que hoy vemos materializada en la primera de sus novelas publicadas.

Leonardo Padura crea al detective cubano Mario Conde, protagonista de nueve novelas hasta el momento. Conde es un hombre desencantado de las instituciones que rigen la sociedad, no comparte la moral del régimen y reflexiona sobre este de manera muy crítica. Más que un detective, es un cubano con sueños de escritor, cansado de andar en guaguas y de rebuscar para el ron y el café del día, y, aun así, no deja crimen ni misterio sin resolver. En palabras de Padura:

Así, con mayor o menor carga de novela policial, pero siempre con más intenciones de novela social y reflexiva, las historias de Mario Conde me están sirviendo —es el caso de La neblina del ayer, de Herejes y de La transparencia del tiempo— y me servirán en el futuro para tratar de esbozar una crónica de la vida cubana contemporánea, en su evolución e involuciones, siempre desde mi punto de vista, que no es el único ni el más certero, pero que expresa una visión propia de una realidad que vivo cada día.[iv]

Escribir novela en Latinoamérica no sólo es seguir la tradición, sino que se trata también de buscar la luz dentro de la oscuridad que el crimen y el misterio no quieren que develemos, tal como lo han hecho y seguirán haciendo los grandes exponentes, los no tan conocidos e incluso aquellos que no se atreven a mostrar sus obras aún. Escribir y leer novela negra en un mundo de injusticias, en el que la balanza se está inclinando siempre a favor de la maldad y la corrupción, es recordarles asiduamente a nuestras consciencias que, a pesar de todo lo que está mal, siempre podemos hacer el bien, así como lo hace cualquier detective que, en búsqueda de la verdad, sigue su estricto código moral, aunque vaya en detrimento de sus deseos más humanos.

Arturo Torres Moreno

[1] El gordo y el flaco.

[i] Miguel de Cervantes Saavedra, Don Quijote de la Mancha. Editorial Juventud. 1975. Pág. 1063

[ii] Rosa Montero, La loca de la casa. Editorial Alfaguara. 2003. Pág. 89

[iii] Osvaldo Reyes, 13 gotas de sangre cuentos de crimen y misterio. Editorial Exedra. 2014. Pág. 109.

[iv] Leonardo Padura, Agua por todas partes. Tusquets editores. 2019. Pág. 125.

 

©Artículo: Arturo Torres, 2019.

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