Carthago Blues

JESÚS ZAPLANA GARCÍA| Madrid

CARTHAGO BLUES

Apagué la luz y dejé encerradas atrás —o al menos eso esperaba, en mi fuero interno— miserias, inmundicias y amargas frustraciones. Dicho de otro modo: me despedí por un rato, sin parafernalias, del exclusivo agujero en que se había convertido mi viejo apartamento.
Adoro esta ciudad, amigos. Las pérfidas noches de invierno, tiene su aquel poner un pie en la calle y recibir el sordo bofetón de la humedad, sentir cómo una diligente colonia de termitas perfora cada uno de tus huesos. Delicioso, en una palabra. Incliné hacia adelante el ala del sombrero, crucé sobre mi pecho la cazadora e, inconscientemente, palpé el bolsillo interno de ésta.
En una bolsa de tela, nerviosa e indiscreta en su tintineo, se removía la simiente de mi próximo negocio. No había sido nada fácil sobornar al fulano de Arqua, el Museo de Arqueología Subacuática de Cartagena. Cuando empezó a hastiarme su mediocre arenga sobre integridad profesional, acerca de normas y pactos éticos, deposité, sobre el mostrador, los billetes con un golpe seco. Nunca he gustado de romanticismos, y pocos había, a mi entender, en la historia de ese pecio: conquistadores que expolian metales en lejanas tierras para acuñar moneda, barcos que naufragan antes de enriquecer a codiciosos monarcas y banqueros, caza tesoros gringos —siglos más tarde— que roban patrimonios ajenos, interminables batallas legales que salpican a gobiernos. Y ahora, de forma misteriosa, cien monedas de plata de la fragata Nuestra Señora de las Mercedes —que fue invitada, a instancias de la Pérfida Albión, a hundirse en aguas portuguesas hace más de dos siglos— prestas a convertirse en mi particular El Dorado.
Desde mi portal, en Jabonerías, podría haberme abandonado a un atracón de modernismo transitando por Carmen, Mayor y finalmente el Palacio Consistorial, frente al muelle. Preferí dejar esa contemplación profana para los turistas que, a diario, vomitaban las vísceras de los cruceros; por ello callejeé hasta Castellini, una afilada flecha que apuntaba al mar, y después tomé Real, lamiendo casi sus orillas, para eludir en el último momento un dulce —o salado— beso azul, virando hacia el interior, en Arenas.
El Seven Seas había vivido sus tiempos dorados años atrás, cuando hordas de alborotados marinos mataban las horas calentando sus ajados taburetes de escay, bebiendo cubalibres y escribiendo a sus novias, mientras hacían tiempo para subir al Molinete y aliviar sus penas en compañía de bellas sirenas que se alquilaban por horas.
Tomé asiento en la barra; pedí, lacónico, a Lupe un Crazy Bitch on the Rocks —en inglés todo sonaba mucho mejor— y me dispuse a aguardar a mis clientes. El claustrofóbico recinto acumulaba polvo en suspensión con solera, destartaladas mesas bajas y una máquina de dardos que clamaba su jubilación a gritos. El descuadrado y polvoriento altavoz, que lloraba por las esquinas su nostalgia de glorias pretéritas, vertía el chorro de voz de Bruce Springsteen y su Born in the USA. Muy oportuno el tema, concedí: con dos sujetos de la tierra del Tío Sam me aprestaba a cerrar el trato de las monedas. Palpé de nuevo mi bolsillo interior. Di un largo trago al Crazy Bitch: el mejunje ralló como un escarpado cristal mi garganta y logró templar momentáneamente los nervios.
Por liquidar el tiempo, Lupe rompió el silencio. Fue un abordaje cordial: ambos surcábamos los mares bajo una misma bandera.
—¿Qué tal todo, Ron? —Tenía siempre la deferencia de obviar lo que, en mí, era notoriamente vulgar. En este caso, mi nombre: Ronaldo.
—Bien. En realidad, mejor que eso: la vida es bella. Despierto al alba con el trino de dulces pajarillos sobre el alféizar de mi ventana, contemplo cómo el sol se derrite en tórridos atardeceres de almíbar sobre el muelle, y esculturales diosas se acomodan, en noches alternas, entre mis satinadas sábanas.
—Ya veo: ni un rosco te comes, vamos. ¿Sigues trapicheando, frecuentando malas compañías?
Compuse una airada mueca.
—Soy un hombre nuevo, Lupe: he dejado la mala vida. Ahora juego a la petanca, hago ganchillo, no me pierdo una misa de doce los domingos. Mi alma es limpia y pura como la de un político.
Lupe me dedicó una larga mirada y decidió, finalmente, dejarme por imposible. Un negro presentimiento cruzó mi mente y rápidamente se metamorfoseó en una idea no menos sombría.
—Lupe, tú sabes que nunca te he pedido un favor, ¿verdad? —la oscuridad del local, o acaso los estragos del licor, favorecían las confidencias.
—Por eso me gustabas tanto, Ron —retiró un mechón de su cabello azabache, y me maldije por haber cruzado esa imaginaria línea que automáticamente me había condenado a una conjugación pretérita —. Dispara, vaquero.
—Estoy esperando a unos caballeros norteamericanos, cuya buena educación y costumbres, por el momento, desconozco. Me preguntaba si podrías guardar esta bolsa a buen recaudo, hasta que entremos en intimidades.
Lupe suspiró, alargó la mano para asir el bulto que mansamente le tendía y, sin preguntas ni reproches, giró luego su grácil silueta, apresurándose a esconderlo de testigos indiscretos. La castigada barra de madera conspiró para ofrecerme una visión sesgada y tendenciosa de mi recién estrenada cómplice: agachada a cuatro patas, Lupe bregaba por introducir la bolsa con el botín en un zócalo suelto, mientras mi afilada mirada de depredador trasnochado enfocaba sus vertiginosas nalgas de diva italiana de los sesenta. Un manjar a todas luces reservado a otras manos, coto de otro privilegiado destinatario; pero todos hemos echado a volar nuestros sueños, en alguna ocasión, frente a un escaparate.
La turbadora visión de Lupe y estas banales divagaciones habían distraído mis sentidos y dislocado la brújula de la objetividad. Cuando reubiqué mi entorno, comprobé que la familia había crecido en el Seven Seas. Tal y como comprobé a través de la cortina de polvo flotante, en el extremo opuesto de la barra pastaban dos mamotretos de bovina mirada, martillos pilones por puños y kilómetros de tatuajes que se solapaban como las tiras de un cómic. Liquidé el Crazy Bitch para infundirme valor, y acudí a su encuentro.
—¿Mister García? —Su marcado acento del Medio Oeste (¿o era del Medio Este? Imposible saberlo) me transportó a campos de calabazas, a bailes de graduación y autocines bajo las estrellas.
—En España, decir eso y nada es lo mismo. Sí, soy Ron. Y ustedes, a juzgar por su aspecto, deben de ser Fred Astaire y Ginger Rogers, por lo menos.
—¿Cómo dice? —Masculló el interpelado, su yugular tensándose al momento hasta convertirse en uno, o dos, de mis meñiques. Trató el otro de reconducir el tema y templar gaitas, o lo que sea que templen los yanquis por aquellos lares.
—¿Ha traído la mercancía?
—¿Y ustedes el dinero? —Repliqué, al primer toque.
—No nos haga perder el tiempo. Hemos realizado un largo viaje para recoger algo que es nuestro.
—Debo de estar confundido: creía que el último legítimo propietario de las monedas se convirtió en comida para peces frente al Algarve, hace ya unos añitos —me habían caído mal desde el principio, para qué negarlo: sin volante ni frenos circulaba desbocado hacia el borde de un precipicio.
—Su actitud no es muy inteligente, Mr García. Odissey ha invertido mucho dinero y esfuerzos en este proyecto: no olvide que le vamos a pagar para recuperar una mínima porción de lo que nosotros mismos descubrimos.
—Descubrir, robar… Ah, el poder de las palabras… ¿Saben qué? Me temo que no hay negocio, caballeros.
—Nos está tomando el pelo.
—En absoluto: me jugué la remesa de sus monedas en la máquina tragaperras del mesón Pico Esquina. Si les consuela, estuve a un pelo de obtener el Jackpot— la había vuelto a liar. Debería existir un premio, alguna distinción, para esta inigualable habilidad mía de mandarlo todo al infierno.
—Fucking bastard! Ya es suficiente —masculló el otro. Y antes de darme cuenta me asieron por los brazos, uno a cada lado, y me sacaron en vilo allende los dominios del Seven Seas. Aún tuve tiempo de detectar el terror instalado en las pupilas de Lupe, que me observaba impotente. Cuando me bajaron, ya en la calle, mi instinto de chico malo venido a menos me impelió a lanzar un directo a la mandíbula a Ginger, que parecía el más vulnerable de los dos; me gustó oír el crujido de hueso roto y ver la expresión de sorpresa grabada en esos ojos de buey castrado. Menos me gustó, ya que de todo hablamos, constatar que lo que se había reducido a añicos no era tanto su cara, cuanto mi débil mano de oficinista.
Antes de que me mandaran a soñar con los angelitos, tuve tiempo de divisar a dos imponentes moles —ya no eran bueyes, sino búfalos enrabietados— que agitaban la caprichosa coctelera de sombras de la calle Arenas.
Cuando entre arenas, si bien movedizas, conseguí recuperar la consciencia, algo líquido bañaba mi rostro: quizá fuera la humedad de la noche —no sé si confesé antes cuánto adoro esta ciudad— o, mejor pensado, las lágrimas que sobre mí había vertido Lupe, que me clavaba sus añiles lunas, con gesto preocupado, arrodillada a mi lado.
Fue ella quien me ayudó a incorporarme, en una tortuosa e infinita maniobra: en el recuento de daños raro sería dar con algún hueso en condiciones aceptables.
Doblamos la esquina, siglos más tarde, y me abandonó la razón: quizá fueron las estrellas, del muelle colgadas; quizá el Teatro Romano, que cantaba mis gestas, o el Palacio Consistorial, que desde su majestuosa fachada albina repartía chorros de luz como golosinas. Después de todo, amigos, está ciudad no está tan mal. El caso es que, ebrio de romanticismo, mi mano descendió por la espalda de Lupe hasta apresar, por una fracción de segundo, esas imposibles nalgas de diva transalpina. La sonrisa en sus ojos desmintió su reproche:
—Cuidado, vaquero: te puedes quemar.
Pulvericé mis últimas fuerzas para replicar:
—No te hagas ilusiones. Nunca invito a subir a una dama la primera noche. Soy un caballero, y tengo mis códigos.
Liberó entonces una franca y juvenil carcajada que restalló en el silencio de la noche. Alzó luego un tanto el ala de mi sombrero, y buscó mis tumefactos labios para depositar en ellos un ligero beso. Me supo este a pajarillos trinando en el alféizar de mi ventana, a dorados atardeceres de almíbar sobre el muelle, a noches de infinita pasión entre sábanas de satén y seda.
Cuando, en las modernistas callejas del casco antiguo, nuestras figuras se emborronaban en la densa y líquida noche, recordé con sorna que cien monedas de plata de un antiguo pecio español habían corrido a reencontrar su destino: morar enterradas, discretas y en paz, bajo el abrigo de los Siete Mares.

Texto © Jesús Zaplana García – Todos los derechos reservados

Publicación ©   Solo Novela Negra – Todos los derechos reservados

ADVERTENCIA:Queda prohibida su reproducción parcial o total en cualquier medio escrito o digital, y su publicación en cualquiera de las redes sociales ya sean literarias o no, actuales o que puedan aparecer en el futuro.En caso de comprobar el uso indebido y quebrantamiento de esta advertencia, los infractores nos facultan para instar las oportunas reclamaciones, debiendo hacer frente a las consecuencias legales en materia de propiedad intelectual, que las leyes vigentes otorgan a Solo Novela Negra que detenta los oportunos derechos.

 

Visitas: 48

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Protected with IP Blacklist CloudIP Blacklist Cloud

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies

ACEPTAR
Aviso de cookies