Barroso True Crime, Pleno al 15 por Ignacio Barroso
Dicen que cuando uno va a morir ve pasar toda su vida como en diapositivas. Nadie ha vuelto para confirmarlo, pero el tipo al que acaban de sentar en el banco de madera y puesto el collar de acero tiene cara de ello. Que a uno le vayan a dejar listo de papeles con dos vueltas de tuerca y oiga cómo sus vértebras crujen hasta partirse, no debe de ser plato de buen gusto y de ahí lo de endulzar el asunto con bonitos recuerdos de la niñez, la adolescencia y demás. Aunque puestos a hilar fino, tampoco tiene pinta de ser una de estas escenas que extasían a la muchedumbre, y para que el respetable no acabe traumatizado, de ahí la bolsa de lona negra que acaban de ponerle.
El caso es que el tipo que está viviendo en el descuento se llama Julio López Guixot y su calendario no va a ver pasar una semana más. Podría decirse que cuando nació, este día ya venía marcado en rojo: 21 de agosto de 1958. Resignado, cierra los ojos y aprieta los dientes. Si damos por buena la versión no contrastada de las diapositivas, el bueno de Julio se encuentra en pleno viaje. Los recuerdos más que de momentos felices que le hagan sonreír, se encargan de hacerle tragar saliva (si la argolla que le aprieta la tráquea lo permite, claro). Ahí está en su más tierna infancia. Recién abandonado en la Beneficencia hasta que años después su madre tuvo cargo de conciencia y decidió rescatarlo, darle sus apellidos y recuperar el tiempo perdido.
El ruido del verdugo hablando con alguien le hace volver a la realidad y aprieta los puños . Ajenos a todo lo que no sea cumplir con su trabajo, siguen a lo suyo. Hablando de si el tornillo está bien engrasado y cosas más mundanas, que no todo va a ser trabajar. Que qué tal la familia. El niño pequeño se me descalabró el otro día. Pues mi mujer anda jodía con los juanetes otra vez…
Tratando de aislarse de cuanto le rodea, Julio cierra los ojos y se esfuerza por seguir recordando. El siguiente fragmento de su pasado que acude a él es el del servicio militar. Se había presentado voluntario para servir en el Ejército del Aire y todo iba como la seda, hasta el asunto de la carta. Unos dicen que la escribió él, otros que la recibió. Fuera como fuese, la cosa se zanjó como se suelen zanjar estos asuntos en el ámbito castrense. Diez años de presidio para que la próxima vez que tenga entre manos un papel que incite a la rebelión militar, se lo piense dos veces antes de dejarla a la vista de sus superiores.
De esta primera reclusión forzada, algo bueno sacó a la larga. Que la cárcel será dura, pero si uno anda falto de efectivo para viajar, le permite conocer media España mientras dura la condena. Y en uno de estos tours se encontró en la prisión de Monteolivete con Agustín Merlique, residente en Elche como él. Hablan, se cuentan sus cosas y entablan una amistad verdadera. Tan verdadera, que años después, cuando los dos hayan cumplido condena (y antes de que la Guardia Civil mande a Julio a un batallón disciplinario en Melilla porque una cosa es chuparse diez años durmiendo en duro y comiendo rancho aguado, y otra muy distinta no haber sido licenciado del ejército. Así que venga, al norte de África hasta que jures bandera, muchacho) harán piña con otros dos: Rafael Ramírez y José Segarra.
Una vez que la cuadrilla estaba ya compuesta, el plan de Julio empezó a rodar solo. Antes de su segundo encontronazo con la justicia ya les había liado para formar una peña para hacer quinielas. Había desarrollado un método infalible y los otros se lo tragaron. Unos pidiendo préstamos con intereses próximos a la usura y otros hipotecando la casa. Hasta que se vio que el método de infalible tenía poco y las deudas empezaron a ser un problema.
Ahora de vuelta y ennoviado con la hermana de José, quien a la larga acabará metido hasta el cuello en lo que estaba por pasar, Julio sigue con el tema de las quinielas. Que necesitan ayuda de un socio capitalista. Que mientras estaba picando piedra en Melilla había mejorado y perfeccionado la técnica… Y salvo Rafael que dice el azar no va mucho con él, los otros tres se apuntan. Al poco tiempo, el socio capitalista que andaban buscando hace acto de presencia y la suerte parece estar de su lado. Pillan un buen pellizco (70.000 pesetas de las de los años 50, si bien el socio que había puesto el montante dice que la mitad es para él) y después de tener un detalle con Rafael, los tres amigos y sus respectivas, se compran una barraca en la playa de la Marina de Elche. Hasta que Julio y Agustín tienen unas palabras y en conjunto se decide que mejor partir peras, vender el invento y cada mochuelo a su olivo. En concreto, José a su trabajo en el Banco Central y Julio a seguir dándole vueltas al asunto de ganar dinero fácil, y la idea de hacerlo a lo grande va ganando peso. Un atraco. Esa es la solución. Un palo como Dios manda y a fundirse el dinero rellenando boletos.
Al principio, José Segarra no se lo tomaba muy en serio, o eso dirá en la declaración posterior, hasta que el plan le pareció sin fisuras. Solo había que alquilar un chalet en Vistahermosa, poner los dientes largos al encargado de llevar el dinero desde la sede central del banco a la sucursal con un cuento de una amiga de José que estaba viviendo allí con otra muchacha que se sentía muy sola, y cuando el pez mordiera el anzuelo, sablearlo y a vivir que son dos días.
Para completar la escena, Julio avisa a un conocido de Logroño con el que había compartido paseos por el patio de la cárcel, un tal Vidal que, siendo realistas tampoco hará nada salvo poner el cazo, coger su parte del botín y desaparecer del mapa para hacerse las Américas. Y después de un intento fallido, José compartirá trayecto con la víctima rumbo a Elche alegando unas dolencias estomacales que necesitan de la supervisión de un especialista. Una vez en la estación, se hará el encontradizo con Vicente Valero y quedan en verse a las once en la puerta del ambulatorio (a la vista de que llega la hora y aún no ha pasado a la consulta, dirá al riojano que espere por él que en un rato vuelve y así tiene el justificante médico como coartada).
Confiado, Vicente Valero coge un taxi con José y se dirigen al chalet. Con lo que no cuenta es que no va a volver a salir de allí. Tan pronto como pone un pie dentro, Julio le ataca por la espalda con un yunque de zapatero envuelto en trapos. Cae y cuando intenta levantarse, le atiza de pleno en la frente. Ahí se acaban los intentos de escapar y empieza la lenta agonía que le espera, mientras Segarra se marcha con su cartera y Julio empieza a eliminar pruebas y un peregrinaje para comprar lo que necesita para hacer desaparecer el cuerpo.
El afortunado jugador de quinielas no anda muy fino y primero rompe la llave y le toca ir a ver a la casera para pedirle una copia. Y días más tarde, cuando al fin se arma de valor para deshacerse del cuerpo que ha metido en un saco, la perderá. Ahí acabarán sus intentonas.
Con lo que no contaba era con lo que vendría después. Los dueños de la casa deciden pasarse un día por allí y descubren el pastel. Llaman a la Benemérita y esta empieza las diligencias. La viuda de Vicente reconoce los calzoncillos y el cinturón de su difunto esposo (que hasta ese momento estaba en paradero desconocido con un cuarto de millón que no había llegado a su destino). Por esas fechas, Julio se casará con la hermana de José. La policía empieza a tirar del hilo de Segarra y cuando le cogen, este se derrumba pronto. Lo único malo, es que no sabe dónde pueden estar los dos tortolitos. Solo sabe a ciencia cierta que iban a recorrer Cartagena, Granada, Sevilla y Almería. Lejos de sembrar media España con carteles de se busca, las autoridades siguen con sus pesquisas hasta que salta liebre. El 21 de noviembre ha terminado la undécima jornada de Liga, hay muy pocos acertantes y uno de ellos anda por Cartagena, en concreto el propietario del boleto 675846 de la serie C, siendo este el fugitivo que andan buscando.
Una presión en la nuca se encarga de romper la magia del recuerdo. Un chasquido empieza abrirse paso por su espina dorsal y antes de que sea capaz de recordar cómo le detuvieron y los gritos de su mujer que no estaba al tanto de nada, un espasmo sacude sus piernas mientras Julio López deja de respirar y recibe el último premio de su vida: el del boleto ganador que lo condujo al garrote con el apodo de el asesino de las quinielas.
FUENTES:
https://criminalia.es/asesino/el-crimen-de-las-quinielas/#El_crimen_de_las_quinielas
https://www.libertaddigital.com/opinion/agosto/el-crimen-de-las-quinielas-1276230574.html
https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=6548612
©Barroso True Crime, Ignacio Barroso, 2020.
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