El método Stanislavsky de los novelistas criminales

IZASKUN ALBÉNIZ| Pamplona

Una de las muchas preguntas a las que nos enfrentamos quienes escribimos criminal es —medio en broma, medio en serio—, si realmente tenemos una mente asesina. La cosa, si te sorprende en un buen momento, tiene su gracia.

¿Por qué nos preguntan eso?¿Y los actores, por ejemplo? ¿Tienen que ser asesinos para encarnar ese papel? Y es que parece que el método Stanislavsky únicamente funciona para el sector artístico musical y actoral, pero nada más lejos de la realidad. También los novelistas tenemos nuestro propio método. Se llama transferencia emocional y empatía.

Es indudable que el mejor método de reflejar una emoción es haberla vivido de algún modo, pero también es cierto que los novelistas no tenemos que cometer crímenes para poder reflejarlos (o al menos no todos) ya que como humanos, poseemos una habilidad que favorece el poder ponernos en la piel de otros. E incluso, como demostraré unas líneas más adelante, ni siquiera esto es necesario porque todos en mayor o menor medida estamos realizando acciones en nuestro día a día que pueden extrapolarse a esas escenas tan características de la novela negra. Todos hemos sido asesinos.

¿No me crees? Sigue leyendo…

Estás cansada. Durante toda la semana no has dormido más allá de treinta horas en total. Todos los días, por un motivo u otro,  has llegado a casa rendida y, gracias a la incompetencia de tus compañeros, no has podido meterte en la cama hasta rellenar todos los informes. Y eso ha supuesto acostarte cada día bien entrada la madrugada.

Así que has llegado al fin de semana agotada. Necesitas descansar y ahora es el momento. Has terminado de comer, estás sola y el sol estival invita a una siesta reparadora. Entras en la habitación y bajas las persianas dejando tan solo unas líneas de luz que se reflejan como un pentagrama sobre la colcha de tu cama.  Los párpados te pesan como si colgaran de ellos una tonelada de hierro. Enciendes la luz de la mesilla sobre la que descansan el despertador —al que le has dado un par de días libres— y la última novela que espera a que comiences su lectura.

A cámara lenta, abres la cama y aspiras el aroma que emanan las sábanas limpias. Tu paraíso prometido. Saboreas el momento. Sonries. Te sientas en el borde de la cama y te descalzas de un golpe. Frotas tus pies descalzos con la alfombra, sientes vibrar la piel. Tus músculos comienzan a relajarse y tu mente se vacía de todas las preocupaciones y quehaceres de la semana. Apagas la luz.

Te tumbas sobre la cama y cubres tu cuerpo tan solo con la sábana encimera, no es necesario más. La temperatura es alta en esta época del año. Cierras los ojos y disfrutas del silencio únicamente roto por el sonido de un autobús estacionado unos metros por debajo. Tomas aire y lo exhalas en un largo suspiro. Crees escuchar un suave zumbido pero no le haces caso.

Entras de puntillas en un estado de vigilia previo al sueño deseando que la sensación de ingravidez te invada y te transporte rápidamente hacia el país de los sueños. Pero entonces notas una vibración y oyes retumbar una música atronadora que cae a plomo desde el piso superior. La niña del cuarto y su pasión por el ritmo latino. Maldices en voz baja tu triste suerte. Mediodía de un sábado cualquiera. No hay nada que hacer. Ninguna protesta será válida. Giras en la cama y te resignas a caer en los brazos de Morfeo a golpe de reggaeton.

Pero no.

De nuevo el zumbido. Ahí está, perturbándote. Golpeando insistentemente la ventana. Tratas de ignorarlo, de concentrarte en algo que desvíe tu atención de los sonidos que alteran tu ánimo . Cambias de postura e intentas reproducir el ejercicio de respiración que aprendiste en yoga, donde la exhalación es más larga que la inhalación.  

Entonces el zumbido contra el cristal se detiene, pero antes de que logres conciliar el sueño regresa. Más cercano, más intenso. Acompañado por un molesto silbido que parece girar insistente en torno a tu oído. Rodea tu cabeza, en círculos. Aprietas las mandíbulas. Te giras hacia el otro lado braceando como si pudieras espantarlo con un sencillo movimiento.

El sonido borbotea en tu oído. Se detiene. Vuelve a comenzar. De un salto te sientas en la cama y enciendes la lamparilla de noche. Giras la cabeza para ver el mosquito pero no eres capaz de encontrarlo. En la mesilla la última novela te ofrece una promesa. La recoges entre tus manos y por un momento consideras la posibilidad de comenzar a leer, pero el cansancio hace que la descartes. No. Esa no es la solución.

Los compases de cumbia, bachata y mambo arrecian en tu habitación. Tú solo quieres descansar, nada más, pero la música y ese silbido infernal se han propuesto que pierdas la cordura. El mosquito zumbón cruza la estancia justo frente a tí. Sientes el calor que comienza a trepar por tu esófago. Maldices a todos los artrópodos; a sus patas y sus antenas. ¡Sus antenas!

Te conviertes en un radar humano. Ralentizas tus movimientos. Vas a deshacerte de esta molestia de una vez por todas. Sabes que acudirá a la luz. La lámpara de la mesilla es tu aliada. Te preparas para el ataque. Tu cuerpo se mantiene en alerta máxima: los ojos atentos, los oídos abiertos, las manos sosteniendo el arma letal. Controlas incluso tu respiración, que has reducido al mínimo decibelio.

Oyes acercarse el silbido y amusgas los ojos. El mosquito aterriza sobre la mesilla. Tus dedos se estrechan en torno a la novela. Él restriega las patas traseras. Tus brazos comienzan a retroceder. Se frota las alas. Tus hombros se encogen. Sus ojos compuestos miran hacia otro lado. La novela se alza en el aire y cae a plomo sobre él.

Respiras con rapidez. Una sonrisa ladeada se instala en tus labios. Venganza. Levantas el libro y te regodeas en el cadáver que amuebla tu mesilla. Echas la cabeza hacia atrás y ríes a carcajadas con una hilaridad que pone en duda tu grado de cordura, pero no te importa. Tus músculos se relajan mientras abres el primer cajón de la mesilla y sacas dos objetos. Satisfecha, retiras los restos de tu víctima con un pañuelo de papel y los aprisionas en una bola que arrojas sobre la mesa descuidadamente.

Un féretro de papel, piensas complacida mientras abres la cajita y trabajas con los dedos —las mismas falanges asesinas de hace unos minutos—el pequeño pedazo de espuma inocente que cuando coloques sobre tu oído y se expanda, prohibirá el paso al pedazo de Caribe que baja atronador desde el cuarto piso.

¿Te suena esta situación? Estoy segura de ello

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