Borrón y cadena perpetua por Ignacio Barroso
Finales de marzo de 1910. En la cárcel provincial de Palencia. Tres presos se mueven inquietos por el patio. Parecen estar esperando a alguien y que ese alguien se está tomando las cosas con calma. Aunque a juzgar por el rictus de sus caras, también se puede intuir que la causa de sus nervios no parece ser fruto de una inminente cita con el verdugo. Es más, el ambiente es distendido. Los de uniforme se lo toman con calma viéndoles pasear de un lado para otro sin los grillos puestos. El resto de presos, que para estas cosas suelen ser bastante celosos al ver cómo la suerte sonríe a sus compañeros de cautiverio y no a ellos, cuchichean hablando de delaciones dentro del penal o favores a tal o cual carcelero, que ya se sabe que en un mundo plagado de hombres la tentación acaba por ser un hecho y cualquiera puede ser la puta de uno de los que tienen las llaves de las celdas. Favor con favor se paga y por muy mal que sepa lo que uno tiene que tragarse, sólo es cuestión de hacer unos buches con aguardiente antes de disfrutar de unos minutos de libertad para disfrutar del aire fresco.
Pero mejor hagamos un alto en lo que se está cociendo, que la espera va para largo y es mejor conocer a estos tres angelitos. Responden a los nombres de Mariano Monzón de la Rúa, natural de Dueñas, más conocido en su círculo profesional como El Moraita. Cipriano González Fraile, vallisoletano y que responde al sobrenombre de El Chato. Y el terceto lo cierra Santos Collado Ortega, de Valencia y que por no ser menos, al igual que sus compinches tiene apodo, si bien este no está tan conseguido como el de los demás y le toca contentarse con ser conocido como El Quinquillero.
Hechas las presentaciones, veamos por qué están durmiendo en duro bajo una manta llena de chinches y comiendo guisos aguados los días que toca comer. Para ello, retrocedamos un poco en el tiempo. En concreto hasta finales de noviembre de 1907, en la ermita del Otero.
Es de noche y dentro de la casa hay dos personas. El ermitaño, Mariano Rey del Río, de 52 años. Y su criada, rondando los 70 por encima, Isabel Arroyo Pérez. Es la hora de la cena y la mesa está lista cuando alguien llama a la puerta. Toc. Toc. Extrañado, el señor de la casa abre más por inercia que porque sea costumbre suya el recibir visitas a esas horas. El caso es que cuando los goznes dejan de emitir un chirrido que delata la necesidad de aceite como agua de mayo, se encuentra con cuatro hombres. Los mira, contrariado. Ellos, le dedican una sonrisa a mitad de camino entre la disculpa y el saludo. Buenas noches, señor. Ya sabemos que no son horas… Perdónenos… Andamos perdidos por estas tierras y bueno, si usted nos da un trago de agua y algo de pan para llenar la barriga, seguimos con nuestro camino muy agradecidos y le rogamos nos perdone…
La cosa sale que ni pintada para los recién llegados y el bueno de Mariano les deja pasar. La hospitalidad por bandera y qué menos que cumplir aquello de dar posada al peregrino, de beber al sediento y de comer al hambriento. Pisa suelo santo y hay que cumplir con lo que se promulga. Pasen, pasen. No se preocupen, íbamos a cenar. Así que si gustan…
Pero no termina lo que estaba por decir. Al girarse, se encuentra de lleno con un garrotazo en mitad de la frente que hace que le tiemblen las piernas. Isabel, que hasta ese momento ha estado en un segundo plano, rompe a gritar. El sonido de un golpe seco sobre la mesa que hace tintinear la vajilla parece hacer que se le templen los nervios un poco, o que por lo menos se lo piense dos veces antes de chillar.
Aturdido, el ermitaño es conducido a una silla y atado. Empieza el baile, o al menos esa será la versión que dará la criada a las autoridades cuando todo acabe y la benemérita se deje caer por la zona para encontrarse con un cadáver. La causa del crimen señor agente, en todo momento, resultó ser el robo. Mariano no estaba muy por la labor de contar lo que guardaba en casa y los cuatro le dieron estopa hasta que cantó. No se anduvieron con zarandajas ni tonterías. Esa gente sabía lo que se hacía y qué es lo que tenían que llevarse. Tenían mucha sangre fría, señor agente. Tanto, que mientras el bueno de Mariano agonizaba, los cuatro canallas se pusieron a cenar allí mismo. Este detalle hará que Isabel sea investigada como sospechosa también del asunto. No es muy normal que cuatro individuos vayan visitando ermitas para hacerse con un botín 1200 pesetas y cuatro cálices herrumbrosos, dejando al ermitaño hecho un Cristo con quemaduras en el cuerpo, las marcas de un cinturón alrededor del cuello y media docena de costillas hechas puré. Mientras que la criada puede salir por su propio pie a las pocas horas sin más marcas en la piel que las de la soga con la que la habían atado también a ella.
Sea como sea, la investigación empezó a dar sus frutos y aunque Isabel acabó pasando por la cárcel una temporada, le concedieron la libertad al ver que todo se limitaba a su palabra contra la de los tres que tiempo después pasearán por el patio de la prisión a la espera de confirmar las habladurías que se llevan escuchando desde hace días y que llevan la mismísima firma del rey Alfonso XIII, y su socio Gervasio Abia Brizuela, natural de Palencia, alias El Chivero. Aunque este no llegará a tener el corazón en un puño como los otros porque aprovechando un traslado de la cárcel de Burgos, donde los cuatro empezarán sus vacaciones al otro lado de unos barrotes, a la Modelo de Madrid por un robo de gallinas, se dará a la fuga a hacerse las Américas, en concreto a Argentina donde se le perderá el rastro por los siglos de los siglos, amén.
El tiempo pasa y cuando la moral empieza a estar un poco de capa caída, ocurre el milagro. Las puertas de la prisión se abren, los guardias apuntan a los tres presos con disimulo, no vaya a ser que tengan ansias de conocer mundo como su socio, y entra un carruaje. De dentro se apean tres hombres, si bien el que lleva la voz cantante es el alcalde de Palencia, Tomás Alonso. Se acerca a ellos con calma, todos saben lo que lleva el sobre lacrado que acaba de sacarse de la levita y lo que hay en juego. Les sonríe y hace una ronda de cigarrillos mientras esperan a que aparezca el mandamás de la cárcel para que haga valer indulto que acaba de recibir de la Casa Real con fecha del viernes santo. Uno de los que se han bajado del carruaje con él saca una aparatosa cámara de fotos del portaequipajes y les dice que posen para la posteridad. Los cigarrillos se consumen. El día empieza a dar paso a la noche, y los que se habían despertado sabiendo que estaban condenados al garrote, se acuestan con un cambio en su esperanza de vida. Nada de capuchas de tela negra ni abrazaderas metálicas sujetándoles los antebrazos. La cosa se ha quedado en una pena de por vida y que sea lo que Dios quiera. Y es que como bien aclararon los abogados defensores durante el juicio: «la justicia nada tiene que ver con la venganza». Y puestos a elegir, siempre es mejor que uno agonice durante años en una celda húmeda y sucia, a que le dejen listo de papeles y responsabilidades por el camino rápido, ¿verdad?
Fuentes:
– https://laotrapalencia.es.tl/Los-cr%EDmenes-de-la-ermita-del-Cristo-del-Otero.htm
– https://elrincondelatradicion.blogspot.com/2013/01/los-crimenes-de-la-ermita-del-otero.html
– https://martinolmos.wordpress.com/2015/03/16/los-crimenes-del-cerro-del-otero/
– http://www.foropicos.net/viewtopic.php?t=18351
©Barroso True Crime, Ignacio Barroso, 2020.
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