PADRE E HIJO de Larry Brown por Teresa Suárez

Padre & hijo de Larry Brown

 

«Desde tiempo inmemorial la relación entre padre e hijo se ha caracterizado por estar cargada de sentimientos opuestos, de cariño y rivalidad, de confianza y de miedo, de amor y de odio. Estas emociones contradictorias son la causa del alejamiento y de la nostalgia que suele existir entre progenitores y descendientes varones, y, en particular, del hambre de padre que sufrimos los hombres de hoy», Rojas Marcos, L (1996). Latidos de fin de siglo.

 

Sinopsis

 

«1968. Un pueblo perdido de Mississippi. Glen Davis, el hijo pródigo, vuelve a casa. Pero no está arrepentido. Tras una estancia de tres años en la cárcel, regresa, lleno de odio y resentimiento, para saldar viejas cuentas pendientes. En apenas cuarenta y ocho horas, todas las mentiras y oscuros secretos que llevan cociéndose a fuego lento durante más de dos generaciones bajo la superficie aparentemente tranquila de esta pequeña comunidad sureña, estallarán y saldrán a la luz en una incontenible espiral de crueldad y violencia».

 

Para reseñar este libro he tomado prestada la voz del personaje principal…

 

Sábado al mediodía. Me llamo Glen, y hoy, sin esperar a Navidad, vuelvo a casa después de tres largos años a la sombra. Lo de estar a la sombra solo es un eufemismo de mierda, porque, cuando estás enchironado, te tienen todo el día picando aquí y allá bajo un sol de justicia (otra expresión que, seguro, se le ocurrió a un puto agente graciosillo mientras vigilaba, fusil en mano, a un grupo de presos sudorosos).

Mi hermano Puppy vino a recogerme en un viejo coche que traquetea asmático.

Edificios en ruinas, paredes descascarilladas, puertas dolientes, ventiladores lentos que marean al aire abrasador, chatarra por doquier, miradas hostiles que te siguen mientras cruzas la calle, y calor, mucho calor. Calor pegajoso que incomoda el cuerpo y te hace exclamar aquello de ¡mi mundo por una cerveza fría!  Conducir, sin rumbo fijo, por carreteras secundarias y ese matar el tiempo sin hacer nada…

El pueblo no ha cambiado mucho, la verdad. Al menos en la superficie.

¿Y yo? ¿He cambiado yo? Si lo he hecho, ha sido a peor. Me pregunto si este Larry Brown, que escribe mi historia, es consciente de ello. El tío parece conocerme bien. A mí y a Mississippi. El viejo Sur profundo, donde pobreza, soledad, alcoholismo, y eso que ahora llaman familias disfuncionales, son el pan nuestro de cada día.

Sí, el señor Brown parece saber mucho de mí, pero yo también me he informado sobre él.

Mark Richard (escritor, guionista y periodista estadounidense, nacido en Lake Charles, estado de Louisiana), que prologa mi biografía, cuenta que el bueno de Larry amaba su vida, que, básicamente, y quitando lo de mi estancia en la trena, no se diferenciaba tanto de la mía.

El tal Richard escribe que Larry «podía pasarse días y noches de “low-riding”, que no es otra cosa que conducir por el condado en su camioneta bebiendo cerveza y, quizá, algún que otro chupito de aguardiente». Me ocurre lo mismo («tenía todas las ventanillas bajadas para que soplase la brisa dentro del coche. Era recién pasada la medianoche. Bebía cerveza caliente e iba controlando la velocidad, sin acelerar, sin zigzaguear, volviendo a casa sin más»).

Según M.R., Larry contaba que «uno de sus momentos más felices fue cuando estuvo con Mary Annie [su esposa] en el estanque de Tula tratando de impedir que una serpiente se subiera a su canoa».

En mi caso, también los animales me han proporcionado instantes de auténtica dicha. Jamás disfruté tanto como el día que me pasé por el Barlow’s a “saludar a su célebre mono («media más de medio metro. Pelo oscuro y cola larga. Grandes colmillos amarillentos a causa del jugo del tabaco»). Encaramado a la barra del bar, el bicho me mostró sus dientes y yo le mostré los míos. Aclaradas las intenciones de ambos, el encuentro fue épico. Lástima que no vendiera entradas. Más de un parroquiano habría pagado por ver el espectáculo.

Esa fue la primera de las paradas que hice tras mi salida.

Dado que ir a ver a alguien por amistad, civismo, u otros motivos, es una práctica social antigua que me gusta cumplir a rajatabla, y además me sobran los motivos, tengo una lista de visitas pendientes. ¿Qué cuáles son esos motivos? Si quieren conocerlos, tendrán que leer Padre & hijo (je, je).

En lo que si nos diferenciamos bastante Larry Brown y yo es en nuestras relaciones. Larry se preocupaba por sus amigos, adoraba a su mujer, quería a sus hijos.

Yo nunca he tenido amigos. Mi primer matrimonio fue un fiasco («ni siquiera sabía por qué se casó en su día con Melba. Le reprochaba que bebía demasiado y que siempre andaba correteando por ahí, pero eso era lo que hacía antes de que se casasen, así que tenía que haber sabido que no iba a cambiar de hábitos solo por ella») y, aunque durante estos tres años el recuerdo de Jewel me ha acompañado cada noche, no tengo intención de volver a casarme.

En cuanto a tener descendencia, mi experiencia como hijo del borracho de Virgil («la primera vez que se peleó con él fue a los doce años y se volvería a enfrentar a él cinco veces más antes de que le pegase por primera vez a los quince, un enfrentamiento prolongado que se extendió por toda la casa con muebles derribados, mesas rotas y su madre en el suelo, con las manos enredadas en el pelo, gritando que parasen»), ¡que le den por culo!, me marcó de tal manera que jamás me he planteado ser padre.

La única persona que me quería y a quien yo adoraba, mi madre, ya no está. Hace tiempo que cría malvas en una tumba en la cual, «no había lápida. Lo único que marcaba el sepulcro (…) era una pequeña placa de metal con una tarjetita blanca y el nombre impreso de la funeraria (…) Ninguna flor, ni de plástico ni de ningún tipo. Ni siquiera un triste tallo marchito. Solo un pedazo de terreno desigual lleno de arcilla azul y roja». Todo ello cortesía del cabrón de mi padre.

La rabia me cerca y el odio me consume. Es un hecho, necesito un trago.

Solo me faltaba encontrarme con ese malnacido de Bobby Blanchard, el sheriff que me encerró, y que me soltará la chapa nada más llegar («Me pagan por hacer lo que hay que hacer. Hago todo lo que puedo para mantener a los borrachos apartados de la carretera y a los alborotadores a raya. Dicho esto, yo soy el primero en admitir que no los has tenido fácil. Pero eso no justifica lo que hiciste»). Escupí por la ventanilla y le reté, «quítate la placa cinco minutos para que pueda patearte el culo (…) Y luego ya veremos si sigues con esa idea de ser coleguitas»). El mierda se metió en el coche patrulla y se largó. ¡Puto Bobby siempre tocándome los cojones!

Según M.S., el día del funeral de Larry fue muy duro para su madre. «Mientras intentaba alcanzar el ataúd, decía: “Mi niño, mi niño” y la gente la ayudaba a permanecer en pie».

En eso también nos diferenciamos. No puedo afirmarlo con rotundidad, pero estoy seguro de que, muerta mi madre, nadie llorará por Glen Davis cuando haya muerto.

Padre e hijo («Joder Bobby, ¿vas a hacer que un tío desentierre a su propio padre?»).  Padre e hijo («Amartilló el percutor, dirigió el cañón hacia la cabeza de su padre y mantuvo la negra y ancha boca del mismo a dos centímetros de su cráneo»). Padre e hijo («No entendida como un solo hombre podía albergar tanto odio en su interior. Sobre todo, un hijo y sobre todo hacia su padre»). Padre e hijo («Posó delicadamente su mano sorprendida sobre la espalda desnuda del niño (…) Tenia el vientre hinchado (…) El brazo y la pierna derecha, de arriba abajo, un hervidero de cardenales agrupados en tonos azulados y amarillentos»).

Padre & hijo, la novela que narra mi vida, ha visto la luz en España gracias a Dirty Works  (¡hay que joderse!, no se me ocurre un nombre más chusco para una editorial especializada en publicar mis andanzas y las de otros tipejos similares) cuya carta de presentación reza “Grit lit, gótico sureño, realismo sucio”. De gótico no tengo nada, de sureño bastante, de sucio ni les cuento y si quieren realismo lo tendrán a espuertas.

Si trata de gente de pueblo, muy de pueblo, mayoritariamente blanca, rematadamente pobre, existe algún delito de por medio, una violación por ejemplo («La penetró a la fuerza, milímetro a milímetro, y luego la cabalgó violentamente (…) Sus ojos aletearon y él pensó que la había matado (…) Se lo tomó con calma, se demoró, con dureza, y ni siquiera se detuvo cuando vio que estaba sangrando»), y el destino de los personajes, lejos de ser incierto, es un largo y tortuoso camino hacia la perdición, parece ser que hablamos de Grit lit.

Pues en ese caso, queridos lectores, mi historia, con un sabor tan genuinamente americano como el Winston, es el prototipo ideal para ilustrar ese género literario, también conocido como rural noir, del que, acabo de enterarme, Larry Brown, mi Larry, es uno de sus más famosos exponentes.  Favor que me debe el colega.

Si llegados a este punto no les pica la curiosidad por saber más detalles de mi vida, me callo. Pero si he logrado despertar su interés ¿a qué esperan para leer Padre & hijo?

Aunque algunos dicen que mi historia es más de lo mismo, y que el final reviste un inesperado halo de arrepentimiento que desentona con el resto, el entretenimiento está garantizado.

Después de esta larga travesía juntos, el mundo de Larry Brown es mi mundo, por eso puede asegurarles que eso de que «nunca sabes lo que puede suceder en el mundo de Larry Brown», es mentira. Yo lo sé. La respuesta es nada bueno…

«Lo curioso es que estas imágenes paternas no son únicas porque, en el fondo, todos los padres se parecen (…) Todos son, sin saberlo, el objeto de una obsesión conflictiva e irresistible en el hijo que a menudo dura toda la vida». Rojas Marcos, L (1996). Latidos de fin de siglo.

 

©Reseña: Teresa Suárez, 2022.

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