Bajo la doble Lupa de Teresa Suárez y Manu López, UN ASUNTO DEMASIADO FAMILIAR de Rosa Ribas

RESEÑA DE MANU

 

Para despedir el año en La doble lupa hemos elegido a Rosa Ribas (Barcelona, 1963) al tuntún, sin haberla leído. Por lo que a mí respecta, he encontrado en Un asunto demasiado familiar una obra llena de impulso y aciertos, y, sobre todo, un racimo de personajes tanto principales como secundarios del que cuesta esfuerzo desgajar a alguno. Estamos ante una novela de investigaciones, hay que avisarlo, algo que hace tiempo no me predispone precisamente a favor de un libro. Pero que una familia de detectives –los Hernández– lo protagonice me despertó la curiosidad.

Despegado de todo tipo de instituciones sociales (incluyendo la más básica, la familia) para disponer mejor de su libertad e independencia, el detective al uso tiene así ciertas ventajas a la hora de detectar y de lanzarse sobre el mal. Estos misóginos investigadores fomentan extravagancias que los hacen sentirse diferentes y ser culos de mal asiento. Las detectives tampoco carecen de rarezas, potenciadas por un lúgubre pasado infantil o adolescente, o por haber sufrido violencia de género (las violaciones se llevan la palma), desgracias de las que brotan las señas de identidad de estas cariacontecidas heroínas que trabajan el crimen desde una radical soledad y a través de un intuitivo y proceloso razonamiento.

Parejas que investiguen no son frecuentes en la literatura policial, pero las recuerdo en algunas novelas de Agatha Christie (aquellas protagonizadas por Tommy y Tuppence Beresford); en nuestro país Javier Holmes ha publicado varias entregas protagonizadas por un amartelado matrimonio que luego, profesionalmente hablando, resulta de gran temeridad. Pero una familia dedicada a ventilar asuntos detectivescos –a veces casi inocuos, otras muy peligrosos– aún no lo había visto. Películas como Negocios de familia (Sidney Lumet, 1989) o la más reciente El clan (Pablo Trapero, 2015) presentan familias sólidamente estructuradas…, pero para enriquecerse gracias al robo o al secuestro de personas.

El matrimonio que presenta Rosa Ribas –Mateo Hernández y Lola Obiols– habita una mansión de dos plantas construida por el tatarabuelo indiano de ella (un negrero) y mejorada después por su bisabuelo (un estraperlista). La casa está en lo que fue pueblo y ahora es otro barrio más de Barcelona: Sant Andreu («un viejo pueblo rodeado por una ciudad obrera»). En él Mateo fundó, en 1999, con sede social en esa casa, una agencia de detectives a la que se accede atravesando un pasillo. Los tres hijos del matrimonio –Nora, Amalia y Marc–, todos detectives titulados como su padre, colaboran en la resolución de cuanto caso se les presenta (y en época de vacas flacas como la del comienzo de la novela aceptan cualquier cosa).

Hay que subrayar de inmediato que no estamos ante lo que podría llamarse una «Arcadia familiar». Los Hernández no son los Panero, pero tampoco los von Trapp… Ni muchísimo menos.

En la que, para mí, acaba convirtiéndose en uno de los personajes mejor paridos por la literatura española en lo que va de siglo, la mujer de Mateo Hernández, confluyen problemas de gravedad que perfilan una personalidad tan atractiva como enmarañada.

Lola Obiols es víctima de unos brotes psicóticos que le han obligado a abandonar su puesto de profesora universitaria. Esta inteligentísima mujer de 53 años apenas sale de casa. Su alcoholismo no ayuda a sanar su mente. Entre el padre y los hijos la cuidan evitando el ingreso psiquiátrico (el propio Mateo, en colaboración con un farmacéutico que le extiende recetas, se encarga de medicarla). Durante sus fases agresivas Lola se encierra en habitaciones y causa destrozos. En sus intervalos de placidez, que pueden ser largos, gasta el día bebiendo cerveza y viendo la televisión.

Pero a esta enferma la sacuden anormales clarividencias: «La intuición existía, por supuesto, pero no era un superpoder, era una especie de don, la capacidad de relacionar hechos y datos de otra manera, más rápida y flexible, también personal e inesperada. Así parecía funcionar la mente de Lola». Más adelante leemos: «Las ideas de Lola siempre tienen los pies sucios y la cara tiznada de desconfianza y desprecio por el ser humano. Por eso suelen ser acertadas».

En la resolución de la primera investigación de Un asunto demasiado familiar Lola acierta de pleno.

«Con la gente hay que estar siempre en guardia. Dicen que la primera impresión es siempre la que cuenta. No es verdad. Toda la gente miente y engaña con uno u otro objetivo. Tenerlo siempre bien presente».

El pater familias, también cincuentón y laboralmente exigente con sus retoños, dispone de contactos no muy presentables a los que denomina «personas de confianza» (entre ellos destacamos a Daniel Ayala, hombre para todo de la agencia; al profesor de zumba Oscarito, bien conectado con el hampa; a un mosso d’Esquadra, Oriol, agradecido de por vida a Mateo por un favor que le hizo; o al farmacéutico con desenvueltos dedos para firmar antipsicóticos y antidepresivos), contactos estos resultado de toda una vida de patear la calle. Y es que, aparte de irreprochable marido, Mateo Hernández es asimismo un detective de recursos que conoce bien la trastienda del mundo y sabe hasta dónde pueden llegar sus hijos, procurando repartir las tareas con acierto entre ellos, pese a que en no pocas veces suscite la animadversión de Marc.

Un día Mateo recibe a un conocido. El constructor Carlos Guzmán le pide que busque a su hijo adolescente –Jonathan– fugado de casa desde hace 3 días. Aduciendo que su agencia no acepta casos de desapariciones, Mateo se niega. Carlos entonces le advierte con airear el pasado del detective para forzarlo a que encuentre a Jonathan.

Otra enorme acierto de Un asunto demasiado familiar es acoplar con fluidez la novela de detectives con la de barrio; novedosa amalgama que convierte su trenzado en algo que, por el altísimo nivel de tensión generado durante esas eléctricas páginas, no puede soltarse de las manos.

Resulta que en los 80 Mateo Hernández vivía en un barrio chabolero. Era un pésimo estudiante que acabó convirtiéndose en «el quinqui más guapo del barrio»; un quinqui de Seat 124 que en compañía de sus colegas daba palos. Aunque solo conducía en aquella ocasión en que un atracador disparó contra el dueño de un supermercado, Mateo formaba parte de la banda. Desde entonces la víctima, José Miralles, en silla de ruedas, se le aparece en sus pesadillas. Es esa información con la que Guzmán amenaza llevar al Presidente del Colegio de Detectives Privados. Mateo, a regañadientes, acepta el caso.

Mateo enderezó su vida. Terminó el bachillerato mientras trabajaba en un almacén, luego se colocó en la oficina familiar y se sacó el título de detective privado. A Lola la conoció en una fiesta.

«Los ochenta fueron una mierda; el pasado canalla del que tan orgullosos parecían sentirse algunos, una engañifa. Eso solo lo podían añorar los niños de la burguesía, los que proclamaban que les gustaba la mugre porque llegaban limpios a los bares del extrarradio y contaban como batallitas que los habían atracado una noche. Él, que había estado al otro lado de la navaja, la batallita prefería olvidarla».

El caso de Jonathan Guzmán se resuelve con la participación de toda la familia –incluyendo el «destello» de Lola– durante el final de la primera parte de Un asunto demasiado familiar. Para Mateo Lola es «su musa airada, el arcano furioso, que lo inspira con su negro conocimiento del alma humana».

Pero hay otra desaparición que planea durante los 86 capítulos de la novela y afecta de forma íntima a los miembros de este clan. Se trata de la primera hija de Mateo y Lola, la hermana de Amalia y Marc. Nora Hernández Obiols lleva 4 meses desaparecida. La más desesperada es Lola, quien se culpabiliza por haberle largado a su hija mayor unas duras frases poco antes de que se difuminara (en un ataque la tildó de solterona por buscar refugio, tras haber enviudado a los 30 años, en casa de sus padres). Posteriores brotes de la madre han tenido su germen en estas injustas palabras, y la novela, que arranca una víspera de la fiesta de Todos los Santos, se va acercando con aprensión al cumpleaños de Nora, el 10 de noviembre, porque se teme que en fecha tan especial Lola estalle de forma quizá definitiva.

Amalia, la hija pequeña, tiene bastante protagonismo en Un asunto demasiado familiar. Acaba de separarse de su marido y también ha vuelto, hace poco, al domicilio paterno, donde ocupa su habitación resignada. Preferida por Mateo a la hora de encargarle casos complicados, no obstante, la relación de Amalia con él no es placentera debido a las discusiones por su forma de atender a la madre. Amalia, convencida de la irreversibilidad del estado de Lola, es partidaria de que, por lo menos, la trate un especialista, de que sea un facultativo y no su propio progenitor quien la inyecte el Haloperidol.

El pasado de Mateo resurge. Uno de los que lisiaron a Miralles, el ex recluso Julio Cesar –alias «El emperador» o «Empe»– surge de las hediondas cloacas de la droga para chantajear a Hernández. Acongojado por lo que puede convertirse en una extorsión sin final, Mateo recurre a Heredia, un gitano compañero suyo del colegio, para que se ocupe del yonqui. Empe ha dado un plazo de 10 días para juntar 60.000 euros…

Acaso Marc, hermano de Amalia y Nora, resulte un personaje menos atractivo. Me parece uno de esos secundarios necesarios para avanzar ciertas fases no tan esenciales de las tramas, pero sin demasiado cuajo; alguien que no consigue destacar frente al resto del inolvidable elenco. Su incipiente alcoholismo y sentirse inferior frente al mayor talento de las hermanas configuran a este varón resentido, más bien antipático.

«Es ley de vida. Los hijos de los alcohólicos acaban siendo alcohólicos también».

Amalia:

«¿Tiene que ser francamente jodido que tu hermana sea el hijo que tu padre querría haber tenido ¿verdad? Alguien que lo hace todo mejor que tú y sin esfuerzo».

Pero Marc no es obstáculo para asegurar que Un asunto demasiado familiar es una grandísima novela, una trepidante historia de detectives que pone en lo más alto al género por permitir que en él entren saludables influencias como la suburbial. Si quieren acertar estas Navidades no duden: regalen este libro y retengan el nombre de su autora –Rosa Ribas– porque seguro va a darles muchísimas satisfacciones lectoras.

«Lola no era uno de esos borrachos masculinos, un Hemingway aferrado al cuello de una botella para que todos entendieran que, en el fondo, era un ser demasiado sensible para este mundo. Ella bebía para dejar salir eso negro que vivía en su interior antes de que le envenenase la sangre».

 

RESEÑA DE TERESA

 

¡Madre mía!

Después de leer la reseña de mi, hasta ahora, pareja en esta Sección puede que la mía les parezca de una simpleza insoportable o de una simplicidad acogedora (¡nuestro divorcio literario se veía venir!) Avisados quedan (guiño, guiño).

Empiezo.

Yo que rechazo de plano cualquier idea que lleve delante el término «pureza», sea de sangre, raza, lengua, formato o sonido. Yo que siempre he sido partidaria de la interacción y el mestizaje, compruebo, feliz, que en esto de lo negro y criminal siguen surgiendo propuestas que ya sea por sus planteamientos, por su estilo o por el tipo de personajes que campan por ellas, escapan, escurridizas, a cualquier intento de etiquetamiento.

Y eso es bueno. Es muy bueno. Porque creo, sinceramente, que la uniformidad es la muerte del género y en la diversidad está la supervivencia.

Por eso Un asunto demasiado familiar, primera novela que leo de Rosa Ribas (¡perdóname Rosa porque no sabía lo que me estaba perdiendo!), me ha sorprendido muy gratamente.

Por primera vez el/la protagonista no es una sola persona sino un grupo. Pero no un grupo cualquiera sino una familia (base de la sociedad) al completo. Y no una familia nuclear, monoparental, sin hijos o de padres separados, lo habitual en la actualidad, sino el tipo de familia numerosa y extensa (conviven en el mismo hogar padres, hijos, abuelos, tíos, primos, etc.) que predominaba hace unas décadas y que, paulatinamente, ha ido desapareciendo de la estructura social.

Para más inri, este clan no solo comparte residencia, la casa del indiano, también trabajo: Hernández Detectives es una empresa parental que aglutina a Mateo y sus tres descendientes (Nora la mayor y más parecida a su madre, Amalia la mediana y más lenguaraz y Marc, el varón, más débil de carácter que sus hermanas y heredero de las «veleidades» etílicas de la matriarca). Cuatro diplomas y la mente privilegiada (cuando no vaga perdida por los negros caminos de la locura) de la madre y esposa, Lola, proveedora de certeras y sorprendentes intuiciones que orientan y resuelven más casos que los conocimientos técnicos de los cuatro titulados juntos. Ayala, unido al clan familiar no por lazos de sangre pero si por una lealtad sin fisuras, se encarga del trabajo llamémoslo sucio.

Cómo habrán deducido, sin necesidad de una brillante inteligencia, convivir y laborar con la parentela no es tarea fácil, por lo que, en las siempre imprevistas relaciones domésticas, aun respetando el principio básico de que a la familia no se la investiga, es habitual pasar, en tan solo un segundo, de los simples roces que incomodan a los choques frontales que arrasan con todo lo que encuentran a su paso, sea cariño, seguridad o el sueño de una semana.

Pero a la familia no se la elige, así que cargas con ella, como si de una cruz se tratara o tratase, apretando los dientes y tirando hacia delante. Siempre hacia delante. Mucho más si tu oficio, sea libremente elegido o sutilmente orientado por la educación, sobre todo paterna, te exige ser una alguien mínimamente centrado capaz de inspirar confianza a personas que te han visto crecer.

Así llegamos a otra de las cualidades de esta novela: la cercanía que imprime el hecho de que el escenario en el que transcurren sus tramas sea el popular barrio barcelonés de Sant Andreu, lugar que pese a estar ubicado en una gran urbe, conserva los rasgos de un pequeño pueblo donde todo el mundo se conoce y donde la figura de La Vieja del Visillo (personaje de La hora de José Mota) cobra un enorme protagonismo bajo la apariencia de los habituales del Versalles, «un restaurante modernista» que por la mañana «pueblan jubilados, mujeres que hacían una parada en las compras y empleados desayunando. Y hablando», o las hermanas Salabert que no tenían gran cosa en la vida, «aparte de los chismes, ir a misa y el anís», y que «levantaban las narices como los roedores al olisquear», clientas de Olga Sants quien «redondeaba su magra pensión haciendo tratamientos de belleza y echando las cartas, porque si había alguien capaz de saber que pasaba por el barrio, esa era la persona que se dedicaba a predecirle el futuro y quitarle las ojeras».

Y eso sin olvidar la propia calle y sus sonidos, el mejor confidente que existe:

«La calle era gente, y la gente, una fuente de información. Las aceras, las tiendas, los portales, los mercados, los bares estaban tomados por el parloteo, por la necesidad de hablar. Hablaban las dos mujeres cargadas de bolsas que bloqueaban la acera, la pareja de paso sincronizado a la que adelantó, el vendedor chino y el cliente vislumbrados a través del escaparate del bazar, un grupo de adolescentes apelotonados alrededor de un banco intercalaba palabras entre gritos y risas, una madre hablaba a la vez al bebé en el cochecito y al móvil (…) La gente lanzaba información al aire como purpurina; la mayor parte se quedaba en el suelo, minúscula e inane. Pero a veces, una partícula diminuta se unía a otra y la alquimia de la casualidad las convertía en oro».

Unos y otras, todos, conforman una red de espionaje «altruista», que para sí quisiera el CNI, capaz de proporcionar todo clase de datos en bruto que los Hernández, una vez recibidos, deben trillar y aventar para separar el grano de la paja, es decir, para transformarlos en información de calidad.

Ni conspiraciones internacionales, ni asesinos en serie, ni narcotráfico a lo grande transportado en misteriosos submarinos «blancos» llenos de fariña. Hernández Detectives se mantiene investigando pequeños hurtos, infidelidades, estafas laborales y desapariciones. Para resolver sus casos los Hernández escarban en la vida de sus conocidos y, mientras lo hacen, los lectores vamos descubriendo sus propios secretos familiares.

A diferencia de mi compañero, que exalta hasta lo infinito el personaje de Lola Obiols (afirmar con tal rotundidad que «estamos ante uno de los personajes mejor paridos por la literatura española en lo que va de siglo», me parece un pelín exagerado, la verdad, pero así es Manu, lo tomas o lo dejas), considero que es Mateo la estrella más rutilante de esta obra.

La columna vertebral de esta novela es un hombre que exhibe una nueva forma de masculinidad que choca.

Mateo, como padre de familia, tiene el poder, la autoridad y la responsabilidad económica del hogar. Hasta ahí algo normal dentro de los cánones establecidos. Pero lo que me llama la atención, lo que verdaderamente me llama la atención, es que el señor Hernández ejerce el rol de cuidador en el hogar, papel reservado (por costumbre u obligación, pocas veces por propia decisión) mayoritariamente a las mujeres.

Prácticamente un experto en esquivar el síndrome del cuidador «quemado» (ese estado de agotamiento, tanto emocional como físico, que experimentan las personas que dedican gran parte de su tiempo a velar por los dependientes), Mateo vigila los violentos brotes psicóticos de Lola, el tranquilo discurrir horticultor de la tieta Claudia («trece años más desgastados que su mujer») y las idas y venidas de su padre a quien el Alzheimer, jaleado por la mala leche de Damià, Serafí, Miquel y Antoni, «esos cuatro viejos» como los llamaba su madre, le hace creerse y verse muerto aunque siga coleando.

Administrando tranquilizantes y negándose a llevar al psiquiatra a Lola, respetando la tranquila existencia de su cuñada, llenando el estómago de su padre de chocolate caliente y churros suficientes para que se sienta vivo, y sobreponiéndose al sentimiento de culpabilidad por no ser capaz de encontrar a su hija mayor, Mateo, demostrando que es todo un experto en el arte de conciliar, cuida de su familia extensa.

La manera de «ser hombre» de Mateo cala y te hacer creer en la posibilidad de que ese rancio modelo predominante (basado en la fuerza bruta, el control y el negacionismo de la sensibilidad) pueda desaparecer algún día.

Cuando no logra gestionar la presión, incumpliendo uno de los mandamientos básicos grabados a fuego en las mentes de tantas generaciones de hombres, Mateo Hernández, sorpréndase, ¡llora! (no me refiero a que corran lagrimas por sus mejillas, parte física, sino a la parte emocional del llanto compuesta de miedo, debilidad y angustia), y eso, amigos y amigas, eso era algo impensable hasta hace nada en una novela negra, policiaca o detectivesca.

¡Bravo por Mateo y su creadora!

Puede que ahora toque hablar del estilo y la forma. Podría decirles que Un asunto demasiado familiar es una novela compleja narrada de una manera sencilla. Que describe maravillosamente las relaciones humanas, sean familiares, vecinales o laborales o que, por su naturalidad, resulta entrañable y cálida…

Pero lo que voy a hacer es sugerirles, ordenarles casi, que la lean.

No les quepa duda, me lo agradecerán.

Para terminar con ritmo, la banda sonora a esta novela solo podían ponerla las Sister Sledge con su We are family

Que lo disfruten.

 

ENTREVISTA CON ROSA RIBAS

 

PREGUNTA MANU:

 

  • Dos desaparecidos vertebran Un asunto demasiado familiar. Empezando por Lola y Mateo, el matrimonio, y siguiendo por los dos hijos presentes y la hija ausente, el colectivo en su conjunto, dedicado a tareas detectivescas, me ha sorprendido gratísimamente. Por otro lado, la alcohólica Lola Obiols y sus crisis de demencia están descritas con minuciosidad, hasta nombres de medicamentos antipsicóticos y antidepresivos nos ofrece con precisión.

 

  • ¿Conoce algún precedente dentro de la literatura policíaca en el que un autor emplee a una familia para resolver casos? ¿Le ha llevado tiempo estudiar la enfermedad mental? Esos «destellos» de agudeza de Lola, ¿son habituales en una psicótica?

 La verdad es que no conozco ningún ejemplo. Lo más próximo que se me ocurre sería, tal vez, el caso de Henning Mankell que introdujo a la hija de Wallander cuando el protagonista empezaba a dar muestras de agotamiento, pero son novelas que se mueven en otro registro del género.

 Respecto a la enfermedad de Lola, me documenté bien porque ella es el centro de ese microcosmos familiar y su enfermedad mental, sus pasos de fases maníacas a fases depresivas, es uno de los factores determinantes de la dinámica de la familia.

 Es una mente privilegiada, brillante y enferma. Los destellos de Lola son inseparables de su desequilibrio. Tienen mucho que ver con sus fases oscuras, con la visión del mundo que tiene en esos momentos. Entonces observa a las personas desde su lado más negativo, ve todo lo malo y, por eso, acierta. En el fondo, la novela muestra una visión bastante pesimista del ser humano.

 Un asunto demasiado familiar tiene el mérito de elevar el género policíaco, cuando más agotado parecía, a una imprevista cima.

 

  • La agencia Hernández detectives, ¿parte de un intento de introducir aire fresco ante tanto investigador e investigadora estereotipados que apenas dicen nada ya a lectores con criterio, o, por el contrario, este grupo brota de manera ajena a cualquier procedimiento del noir

 No había nada programático en mi planteamiento. Mi idea inicial era escribir una historia familiar. Al pensar en la familia, de inmediato me vino a la mente el tema de los secretos que se guardan en todas, y de ahí llegué a la idea de esta construcción que sería, en principio, algo paradójica, hacerlos detectives, es decir, especialistas en descubrir los secretos que otros preferirían mantener ocultos. De modo que al principio no nació como una novela negra, se fue volviendo negra y, no tanto porque se conozcan los patrones del género, sino porque habla sobre todo de la negrura de las relaciones familiares y personales.

 Me han parecido espléndidos los flashbacks, donde se relatan fechorías y atracos de la banda de Mateo. Hernández, un chabolero de barraca que consigue regenerarse y acabar sus estudios, es amenazado en dos ocasiones con ventilar su pasado si no se pliega a los deseos de quienes quieren obligarlo a aceptar un trabajo o a ser chantajeado. Es la atmósfera de la notable película Tarde para la ira (Raúl Arévalo, 2016): un mismo ambiente marginal, los tiros, los ajustes de cuentas… Esta violenta historia me resulta, dentro del altísimo nivel general, lo mejor del libro.

 

  • ¿No tuvo temor de que en algún momento novela de barrio y novela de detectives no casaran y que su libro acabara teniendo, como pasa frecuentemente, dos argumentos desligados? ¿Qué material vivencial, literario, y/o cinematográfico ha manejado para reflejar con tanto tino el pasado de Mateo?

 Todo lo contrario, creo que casan perfectamente porque mis detectives son detectives de barrio, de un barrio popular.

 Me hace muy feliz que le parezca acertado cómo trato el tema. Es algo que conozco bastante de primera mano porque la ciudad en la que me he criado, El Prat de Llobregat, pasó por una época bastante dura finales de los años 70 y principios de los 80, cuando fue uno de los puntos calientes del tráfico de drogas en Barcelona y las bandas de quinquis pululaban por todas partes.

 Hay una escena en la novela en la que Mateo repasa la lista de sus compañeros de clase iba recordando cuántos murieron o quedaron tocados por culpa de la droga. Esto mismo lo han vivido en mi instituto los que son solo un par de años mayores que yo. Así que es algo que conozco y que no añoro en absoluto, fue una época fea.

 Otra parte proviene de lecturas y de películas. Pienso que una buena parte del material que los autores usamos para la ficción proviene de otras ficciones. No me puedo imaginar a un escritor que no lea.

Mateo parece que no olvida sus orígenes y su poco apego a los horarios escolares porque nos lo encontramos muy a gusto en el bar Versalles o paseando con Ayala o Heredia por lugares inhóspitos. Prefiere ese ritmo callejero a meter horas en su despacho buscando referencias o redactando informes; para esas tareas Mateo ya tiene a su hija Amalia, una experta con el ordenador. Un asunto demasiado familiar ofrece una nítida frontera entre ambas maneras de investigar…

 

  • ¿Con cuál de ellas se queda usted? ¿Narrativamente cuál le da más juego?

El callejeo de Mateo da mucho juego, permite captar las voces de la calle, los diferentes ambientes, unos más reconocibles y cotidianos, como los bares y los mercados del barrio, otros más oscuros y sórdidos, como los antros o los edificios abandonados donde pasan cosas que es preferible no saber. De ahí vienen muchas informaciones importantes.

 Amalia, moviéndose por la casa, con sus recuerdos, me permitía adentrarme más en las historias familiares. Amalia permitía la reflexión, la vuelta al pasado. Disfrutaba mucho también escribiendo los capítulos que tenían la perspectiva de Amalia, sobre todo aquellos en los que rememora su infancia recuerda a su hermana Nora. A través de ellos se podía explorar de dónde venían y cómo habían evolucionado las relaciones familiares.

 No me puedo quedar con ninguna de las dos, como se ve. Se necesitan y se complementan mutuamente.

 Dos amistades antagónicas de Mateo dan tono a las partes de Un asunto demasiado familiar. En la primera Carlos Guzmán, constructor de éxito, se aprovecha del trabajo de rumanos y moros. En la segunda parte irrumpe una rata de cloaca con el cerebro frito por la heroína: el «Empe». Llama la atención su amoral manera de plasmar, sobre todo, la segunda investigación, en donde relata secuestros y torturas claramente al margen de la ley con distanciamiento y frialdad, evitando, siquiera en algún momento, ponerse de lado de la víctima. También ha soslayado emitir juicios sobre alguno de los «métodos» empleados por Daniel y Oscarito.

 

  • ¿Es habitual que en el curso de investigaciones detectivescas se alcance este grado de brutalidad y ello quede impune? ¿Hay alguna deontología a respetar, o, como presenta en su novela, llegado el caso, esto es la ley de la selva?

 No querría decir que es así en la vida real, pero en la novela es coherente con el pasado que tiene Mateo y el entorno en que se mueve. Por eso, lo que hacen Daniel Ayala u Oscarito, incluso el mismo Mateo, forma parte de la normalidad. Para Mateo porque él, antes de ser detective, estuvo al otro lado. Para Amalia y Marc porque su padre los ha formado como personas y como detectives.

 Respecto a la perspectiva, he evitado un narrador omnisciente y cualquier tipo de intromisión autoral, que juzgue o valore lo que hacen o lo que piensan. En la novela hay tres personajes que tienen perspectiva propia, Mateo, Amalia y Marc. Según desde qué perspectiva estamos viendo la escena, esta se tiñe de la moral y los principios del personaje.

 Poco amigo de sagas como soy, resulta insólito que tras leer su novela le pida, le ruegue mejor, que siga con la familia Hernández.

 

  • ¿Se plantea otra entrega con este grupo capitaneado desde la sombra por Lola Obiols? ¿Proyecta desgajar el clan e iniciar algún spin-off con, por ejemplo, el padre o Amalia?

 ¡Cuánto me alegra esta petición! Porque una vez más me ha vuelto a suceder: me planteo escribir una novela cerrada, una pieza única, y a medio camino estoy tan enamorada de mis personajes que no puedo soltarlos y decido que voy a seguir un poco más con ellos. En este caso, seguramente será una trilogía.

 

PREGUNTA TERESA:

 

  • Mientras que nombres como Dolores Redondo, Graziella Moreno, Empar Fernández o, últimamente, Marta Robles, suenan insistentemente cuando se habla de autoras, tengo la sensación, no me pregunte por qué, de que usted sigue siendo una gran desconocida para la mayoría del público aficionado a esto de lo negro y criminal. ¿Está de acuerdo? Si es así, ¿a qué cree que se debe?

 Pues aquí no sé qué decir.

 

  • Como digo en la reseña, encuentro muy novedoso que el/la protagonista de una novela negra, detectivesca o policiaca, llámela como prefiera, esté protagonizada por un grupo. ¿Qué buscaba al elegir que los protagonistas fueran una familia al completo? ¿Quería destacar del resto de las novelas o tal vez buscaba ofrecer una nueva perspectiva en un género con tendencia a repetirse bastante?

Es que mi idea inicial era escribir una novela protagonizada por una familia. Una familia relativamente extensa, padres, hijos, abuelos, tíos, primos… La idea de hacer los detectives vino después. El foco está puesto en las relaciones familiares, tan complejas, más aún en esta novela por el hecho de que trabajan juntos, con lo cual el potencial de conflicto, que es lo que mueve toda historia, estaba asegurado.

 

  • Qué Mateo Hernández, mi personaje favorito, asuma el rol de cuidador en el hogar (no solo de su mujer, sino de su cuñada y su padre), me ha sorprendido. ¿Al crearlo fue consciente de que hablaba de un nuevo tipo de masculinidad en un género que se resiste a cambios de ese tipo?

Creo que he tomado conciencia de esta peculiaridad del personaje a posteriori, gracias a los comentarios, como el suyo, de los lectores y los críticos. Y me alegro mucho de que sea así, de que sea un personaje que no solo guste, sino que también rompa con estereotipos.

Si hay algo que lastra este género es la repetición de esquemas y de personajes a la que usted ya apuntaba en su pregunta anterior.

 

  • ¿No teme que a quienes buscan en el género acción, asesinos en serie, «vistosos» delitos o conspiraciones internacionales, el hecho de que los Hernández se dediquen a la investigación de casos menores, delitos de barrio, les pueda resultar aburrido?

Bueno, puede pasar. Pero creo que en este caso el texto en la contraportada sugiere perfectamente en qué dirección se mueve la novela.

 

  • En mi opinión su novela, poco ambiciosa en la forma, resulta de una sencillez y cercanía que engancha porque todos, en algún momento, nos podemos sentir identificados con sus tramas y personajes. ¿Ese discurrir de la normalidad es casual o buscado? ¿Cuál es su personaje favorito de Un asunto demasiado familiar?

Aquí tengo que disentir de su afirmación inicial. Hay un ambicioso trabajo estructural, tramas, subtramas, historias secundarias, motivos que he tejido con sumo cuidado precisamente para que no se note esa complejidad. No me interesa llamar la atención del lector sobre aspectos formales, sino que la narración discurra. Todos los recursos narrativos y estilísticos están puestos al servicio de lo que quiero contar, para que los lectores se sumerjan en la trama y vivan con los personajes. De ahí que tanto la estructura como el estilo de la novela sean claros, algo muy distinto a poco ambiciosos.

 Respecto a los personajes, mi favorito siempre es aquel sobre el que estoy escribiendo en cada momento.

 

  • Hasta Un asunto demasiado familiar, no había leído ninguna de sus novelas, cosa que lamento. Cuéntenos quien es Rosa Ribas, de donde nace su inspiración y a que publico, mayoritariamente, van dirigidas sus novelas.

 Me temo que le voy a proporcionar uno de los peores cierres de entrevista de la historia, porque solo tengo respuesta para la segunda de sus tres preguntas. La primera no puedo contestarla porque creo que soy la persona menos apropiada para ello. La tercera porque nunca pienso en un público concreto cuando escribo, si lo hiciera no podría escribir libremente.

 Por lo que se refiere a la inspiración cambia de una novela otra, aunque en todas coinciden las experiencias, las vivencias propias y, por supuesto, las lecturas. Pero en cada una hay un momento particular, una chispa, una necesidad que las pone en marcha.

 Por ejemplo, Pensión Leonardo parte de recuerdos familiares, ya que mis abuelos maternos tuvieron una pensión en El Prat de Llobregat, si bien yo no llegué a conocerla.

 En otros casos, como en Entre dos aguas, la primera novela de la serie de la comisaría Cornelia Weber-Tejedor, el impulso inicial fue una imagen que me vino a la mente mientras iba camino de la universidad, donde trabajaba, en autobús: vi un cuerpo flotando en el río Meno, y que el pie de ese hombre se había quedado enganchado en uno de los pilares del río y supe, nunca sabré de dónde vino eso, que se llamaba Marcelino Soto y que lo habían asesinado. Enseguida me planteé las dos preguntas que ponen en marcha cualquier novela negra: quién lo hizo y, sobre todo, por qué. Pero nunca lo hubiera escrito si no fuera porque llevaba tiempo con la idea de escribir sobre los emigrantes españoles en Alemania y años 60 y muy especialmente sobre sus hijos, la llamada «segunda generación», la que se plantea muchas más preguntas acerca de su identidad, ya que en mis clases en la universidad había tenido la ocasión de conocerlos y hablar con ellos. Así nació mi comisaria, hija de alemán y gallega.

 Y, por poner un tercer ejemplo, se me quedaron tantas historias por contar sobre la generación de los padres, pero no quería escribir una novela social al uso, realista. Un día, mientras esperaba para embarcar en el aeropuerto de Barcelona de vuelta Frankfurt, se me ocurrió la idea de contar la historia de un chico que emigra a Alemania porque es licántropo y decide que solo en las minas del carbón estará a salvo de la luz de la luna. Así surgió La luna en las minas.

 Cada novela tiene su historia. También Un asunto demasiado familiar, que como decía más arriba no nació como novela negra, sino como novela familiar, que es lo que la ha teñido de negro.

 

©Reseñas y Entrevistas: Teresa Suárez y Manu López, 2019.

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